Tenemos que impregnar a nuestro mundo con la levadura del perdón y de la misericordia pero cuidemos no nos estemos contagiando de los contravalores del mundo
Isaías 43, 16–21; Sal 125; Filipenses 3, 8-14; Juan 8, 1-11
‘El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres’ se nos invita a confesar, a repetir una y otra vez en la liturgia con el salmo responsorial. ¿Y qué menos podemos sentir y decir cuando comprendemos lo grande que es la misericordia del Señor? ¿No sería lo que repetiría una y otra vez, iría cantando sin cansarse por las calles de Jerusalén rumbo a su casa la mujer de la que nos habla el evangelio de hoy?
Una mujer pecadora, sorprendida en adulterio, que arrastran por las calles de Jerusalén hasta el templo los que se creían puros y santos para tirarla a los pies de Jesús, aunque tendríamos que preguntarnos dónde estaba el adúltero que pecó con ella, que merecía también el castigo que imponía la ley de Moisés. Había destrozado su dignidad aquella mujer con su pecado, pero aun la hundían más restándole lo que aún le podía quedar de dignidad al arrastrarla así y acusarla públicamente. Claro que poco importaba a aquellos puritanos cuando ya sabemos las intenciones que traían porque era como una prueba o una zancadilla que querían ponerle a Jesús para tener también de qué acusarle.
Los adúlteros habrían de ser apedreados públicamente y vamos a ver cómo reaccionaría aquel que hablaba del perdón hasta setenta veces siete, que hablaba del Dios compasivo y misericordioso al que teníamos que parecernos con nuestra misericordia, que hablaba de amar incluso a los que nos hicieran daño y hasta rezar por nuestros enemigos. ¿Cómo se iban a compaginar estas enseñanzas de Jesús con lo que la ley de Moisés decía? Era lo que ellos realmente estaban tramando porque ya no encontraban forma de quitar de en medio a Jesús.
Ante aquel cuadro angustioso y trágico que se presenta allí en medio del templo Jesús calla, en silencio parece que quiere distraerse haciendo dibujos en el suelo mientras los acusadores siguen insistiendo. ‘Tú ¿qué dices?’ Pero nadie se ha preocupado de la dignidad de aquella mujer, nadie se ha preocupado por las razones de su vida y su situación personal, nadie se ha preocupado de la recuperación de la persona porque las personas también pueden cambiar. Jesús escucha y calla, no responde, cuando tanto insisten le mira a la cara a todos y les lanza un reto. ‘El que esté sin pecado que le tire la primera piedra’. Y entonces se hizo silencio.
Podría estar allí o no estar en medio de todos el adúltero con quien había pecado aquella mujer, no quería decir Jesús que todos aquellos que acusaban a la mujer también fueran reos de ese pecado, pero, ¿quién se puede presentar justo y sin pecado ante Dios? ¿Queremos acaso que salgan a la luz pública nuestros errores y pecados o acaso no se quedan ocultos en nuestra conciencia y en silencio le pedimos al Señor que sea misericordioso con nosotros?
Pero ¿cómo podemos pedir que Dios tenga misericordia de nosotros si lo que hacemos es condenar a todo aquel en quien encontramos un error, una debilidad, un pecado? ¿Cómo es que tenemos valor para hacerlo si nosotros también somos pecadores? Por algo Jesús nos enseñó a pedir a Dios que perdone nuestros pecados así como nosotros perdonamos también a los que nos ofenden. Pero quizá lo decimos demasiado a la carrerilla y sin pensárnoslo bien.
Ya conocemos el desfile de huidas que se produjo entonces en el templo de Jerusalén. Al final solo quedó aquella mujer, rota en su dignidad y tirada por tierra, ante los pies de Jesús. ‘¿Nadie te ha condenado? Yo tampoco te condeno, vete y no peques más’, son las palabras de Jesús. Y levanta a aquella mujer de su postración, la levanta y la pone en camino. Que vuelva a su casa, que vuelva con los suyos.
Por parte de Jesús no hay preguntas recriminatorias. Por parte de Jesús no hay sino una palabra de vida, una palabra que llenaría de paz y alegría el corazón de aquella mujer. Jesús la había levantado y le había devuelto su dignidad. Es cierto que recordaremos el pasaje de la mujer adúltera, pero lo que más bien estamos recordando es la misericordia que el Señor tuvo con ella. Bien podría cantar en su carrera hasta su casa aquello del salmo, ‘el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres’.
Si, cuando contemplamos este evangelio consideramos lo grandiosa que es la misericordia del Señor y queremos darle gracias por tantas veces como en nuestra vida personal hemos experimentado esa alegría de la misericordia de Dios para con nosotros- Aunque quizás tengamos que considerar también si eso lo pensamos y la reflexionamos lo suficiente cuando recibimos el perdón de Dios en el sacramento y si en verdad sentimos esa alegría en nuestro corazón.
Claro que quizá tantos que se acercan a Dios arrepentidos de su pecado y sienten cómo se derrama el amor de Dios en sus corazón con el perdón, queden sin embargo con alguna pena o desconfianza en su corazón, porque quizás saben que ese perdón no lo van recibir de igual manera de los demás. Y es que somos demasiado inmisericordes con nuestros hermanos, quizá seguimos planteando muchas exigencias y reparaciones y no somos lo suficientemente generosos con el perdón, quizá seguimos recriminando y recordando que un día aquella persona cometió tal delito o hizo tal cosa horrible y queremos seguirla manteniendo en esa indignidad, no terminamos de quitarle el sambenito que cuelga sobre su cabeza.
Yo creo que también entre nosotros, en nuestra iglesia, esto es algo que tendríamos que pensar y analizar para ver si actuamos en el estilo de Jesús. ¿Nos preocupamos desde la Iglesia de verdad por la recuperación del pecador? ¿Le ayudamos a que en verdad recobre su dignidad y podamos seguir contando con esas personas a las que mantenemos en su dignidad?
Yo tengo miedo de que en lugar de que la iglesia sea sal y levadura en medio del mundo impregnando de ese sentido de Cristo cuanto hacemos, lo que nos sucede es que nos contagiamos de los estilos del mundo que nos rodea y pudiera ser que no se manifestara del todo esa misericordia del Señor en su actuar. Qué triste si nos dejamos contagiar del mundo, porque la sal que tenemos que ser se estaría desvirtuando.
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