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sábado, 28 de julio de 2018

Sin desalientos ni cansancios tenemos que seguir construyendo con esperanza un mundo mejor queriendo en verdad cambiar el corazón de los hombres


Sin desalientos ni cansancios tenemos que seguir construyendo con esperanza un mundo mejor queriendo en verdad cambiar el corazón de los hombres

Jeremías 7,1-11; Sal 83; Mateo 13,24-30

En ocasiones podemos sentir la frustración o el cansancio en nuestras luchas y esfuerzos por hacer el bien, por querer ser mejores nosotros mismos, pero también por ofertar algo bueno a nuestra sociedad para hacerla mejor, pero seguimos viendo la presencia del mal, ya sea porque en nosotros mismos se mantiene la tentación y muchas veces tropezamos, sino también en ese mal que nos rodea, esa corrupción de todo tipo que amenaza y va corroyendo nuestra sociedad.
¿Por qué, pensamos en tantas ocasiones, tiene que haber tanta gente con malicia, tanta gente interesada que solo va a lo suyo, tantas ambiciones que lo que hacen es destruirnos, tantos afanes de poder y de grandezas que se quedan al final en fuegos fatuos, en vanidades, en la búsqueda de nuestros propios halagos?
Es la existencia del mal que está a nuestro lado y que muchas veces trata de envenenarnos porque caemos seducidos por esos mismas ambiciones o vanidades. Vemos casos de flagrante injusticia y cómo querríamos destruir a quienes actúan de esa manera porque pensamos que así arrancaríamos el mal de raíz de nuestra sociedad. ¿Pero no estaríamos cayendo en los mismos errores, no nos estaríamos cegando por esas maldades para actuar nosotros también con esa misma violencia?
Es como los que se preguntan ante situaciones catastróficas que se suceden en nuestro mundo, unas veces motivadas por causas, errores, o maldades humanas, otras quizá por la fuerza de la misma naturaleza, y ante las consecuencias de muertes o de damnificados se preguntan, digo, donde está Dios. Por supuesto, comprendo que en nuestro interior surgen muchos interrogantes y mucho dolor, pero también tendríamos que preguntarnos donde está el hombre; el hombre que está en la causa con su malicia o con el mal uso de la naturaleza de todos esos males, o el hombre que insolidariamente mira hacia otro lado y no despierta la solidaridad de su corazón. Nos es fácil echarle la culpa a Dios a quien queremos ver así como un solucionador de todos nuestros entuertos, pero no hemos sido capaces de escuchar en nuestro corazón la llamada de ese Dios que nos ha puesto en ese mundo para construir y no destruir, y que quiere poner en nuestro corazón amor y capacidad para responder a esas situaciones de mal buscando verdadero remedio al dolor de la humanidad.
Por ahí va el sentido de la parábola que nos ofrece hoy el evangelio. La parábola del trigo y de la cizaña que crecen juntas en el campo, porque hubo un hombre malo que sembró la cizaña donde antes se había sembrado buena semilla. En la parábola se nos dice que tenemos que dejar que crezcan juntos, que al final se decantará el buen trigo de la mala cizaña. Una imagen de la esperanza de Dios en el corazón del hombre; No podremos cambiar la cizaña ni la mala planta que nos será difícil arrancar sin que arranquemos la buena, pero si podemos cambiar el corazón del hombre, para que transformado pueda dar al final bueno frutos de conversión que se transformen en obras de amor.
Es lo que Dios espera de nosotros. Porque esa cizaña la llevamos muchas veces demasiado metida en nuestro corazón, pero tenemos que aprender a cambiar el corazón. No es imposible con la gracia del Señor. Es lo que tenemos que hacer, contando con la gracia y la fuerza del Señor. Así no nos desalentaremos, así seguiremos construyendo con ilusión y esperanza ese mundo mejor, donde vayamos haciendo desaparecer el mal.

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