Sin desalientos ni cansancios tenemos que seguir construyendo con esperanza un mundo mejor queriendo en verdad cambiar el corazón de los hombres
Jeremías 7,1-11; Sal 83; Mateo 13,24-30
En ocasiones podemos sentir la frustración o el cansancio en nuestras
luchas y esfuerzos por hacer el bien, por querer ser mejores nosotros mismos,
pero también por ofertar algo bueno a nuestra sociedad para hacerla mejor, pero
seguimos viendo la presencia del mal, ya sea porque en nosotros mismos se
mantiene la tentación y muchas veces tropezamos, sino también en ese mal que
nos rodea, esa corrupción de todo tipo que amenaza y va corroyendo nuestra
sociedad.
¿Por qué, pensamos en tantas ocasiones, tiene que haber tanta gente
con malicia, tanta gente interesada que solo va a lo suyo, tantas ambiciones
que lo que hacen es destruirnos, tantos afanes de poder y de grandezas que se
quedan al final en fuegos fatuos, en vanidades, en la búsqueda de nuestros
propios halagos?
Es la existencia del mal que está a nuestro lado y que muchas veces
trata de envenenarnos porque caemos seducidos por esos mismas ambiciones o
vanidades. Vemos casos de flagrante injusticia y cómo querríamos destruir a
quienes actúan de esa manera porque pensamos que así arrancaríamos el mal de raíz
de nuestra sociedad. ¿Pero no estaríamos cayendo en los mismos errores, no nos estaríamos
cegando por esas maldades para actuar nosotros también con esa misma violencia?
Es como los que se preguntan ante situaciones catastróficas que se
suceden en nuestro mundo, unas veces motivadas por causas, errores, o maldades
humanas, otras quizá por la fuerza de la misma naturaleza, y ante las
consecuencias de muertes o de damnificados se preguntan, digo, donde está Dios.
Por supuesto, comprendo que en nuestro interior surgen muchos interrogantes y
mucho dolor, pero también tendríamos que preguntarnos donde está el hombre; el
hombre que está en la causa con su malicia o con el mal uso de la naturaleza de
todos esos males, o el hombre que insolidariamente mira hacia otro lado y no despierta
la solidaridad de su corazón. Nos es fácil echarle la culpa a Dios a quien
queremos ver así como un solucionador de todos nuestros entuertos, pero no
hemos sido capaces de escuchar en nuestro corazón la llamada de ese Dios que
nos ha puesto en ese mundo para construir y no destruir, y que quiere poner en
nuestro corazón amor y capacidad para responder a esas situaciones de mal
buscando verdadero remedio al dolor de la humanidad.
Por ahí va el sentido de la parábola que nos ofrece hoy el evangelio. La
parábola del trigo y de la cizaña que crecen juntas en el campo, porque hubo un
hombre malo que sembró la cizaña donde antes se había sembrado buena semilla.
En la parábola se nos dice que tenemos que dejar que crezcan juntos, que al
final se decantará el buen trigo de la mala cizaña. Una imagen de la esperanza
de Dios en el corazón del hombre; No podremos cambiar la cizaña ni la mala
planta que nos será difícil arrancar sin que arranquemos la buena, pero si
podemos cambiar el corazón del hombre, para que transformado pueda dar al final
bueno frutos de conversión que se transformen en obras de amor.
Es lo que Dios espera de nosotros. Porque esa cizaña la llevamos
muchas veces demasiado metida en nuestro corazón, pero tenemos que aprender a
cambiar el corazón. No es imposible con la gracia del Señor. Es lo que tenemos
que hacer, contando con la gracia y la fuerza del Señor. Así no nos
desalentaremos, así seguiremos construyendo con ilusión y esperanza ese mundo
mejor, donde vayamos haciendo desaparecer el mal.
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