Gestos nuevos, actitudes nuevas, posturas nuevas que sean verdaderos signos de comunión en el Reino de Dios que vivimos
Miqueas 7,14-15.18-20; Sal 84; Mateo 12,46-50
Como siempre Jesús está rodeado de gente, les enseña, cura sus
enfermedades, bendice a los niños, escucha suplicas y lamentos, todos acuden a
Jesús. No les dejan tiempo ni para comer. Algunas veces cuesta llegar hasta El
pero todos desean hacerlo. Será la mujer que le toca la orla del manto por
detrás pensado que Jesús ni se dará cuenta, o serán los que llevan al
paralítico en una camilla que terminaran por romper el techo por encima de
donde está Jesús para bajarlo hasta su presencia.
Ahora son su madre y sus
parientes los que llegan hasta Jesús pero no pueden acceder hasta donde está
El; la prudencia de una madre hace que se queden fuera y serán otros los que le
llevan la noticia a Jesús diciéndole que fuera están su madre y sus hermanos esperándole.
Entendemos que en el leguaje semítico la referencia a los hermanos no se trata
de los hijos de una misma madre, sino es referencia a los familiares, lo que diríamos
hoy los primos; muchas veces los primos son en la vida de una persona más que
los mismos hermanos según qué circunstancias de la vida hayamos vivido.
Parecería lo normal que Jesús dejase todo lo que estaba haciendo para
venir al encuentro de su madre y de sus parientes, pero Jesús sigue enseñando.
Pero no es un desprecio, no lo podemos mirar así, sino es la lección que Jesús
quiere darnos. Su misión es el anuncio y la construcción del Reino de Dios, y
todo hecho y toda circunstancia es propicia para hacer ese anuncio, para
indicarnos las características que hemos de vivir de ese Reino de Dios. No es
poner en un segundo termino a la familia, precisamente Jesús hablará fuerte
contra aquellos que porque donan sus bienes al templo y al culto, se permiten
ya abandonar para siempre a sus padres.
Ahora Jesús quiere hablarnos de esa nueva comunión que tendría que
existir entre quienes queremos vivir el Reino de Dios. Bien sabemos, lo tenemos
en la experiencia de la vida, como muchas veces en nuestras mutuas relaciones
se van creando vínculos muy fuertes no solo con los que son de nuestra misma
carne y sangre, sino que somos capaces de amarnos y queremos, sentirnos en
verdadera comunión quienes en la vida nos hemos relacionado con fuerza y hemos
sabido convivir y trabajar juntos. ‘Los hay que son más afectos que un
hermano’, ya nos decían los libros sapienciales del antiguo testamento.
Es el nuevo sentido de familia, de sentirnos verdaderamente hermanos
que tiene que haber entre los que seguimos a Jesús. Quizá se ha repetido como
una muletilla inacabable lo de ‘hermanos’. Pero quizá no siempre hemos
sentido verdaderamente ese afecto de hermanos entre todos los que seguimos a
Jesús. Nos queda mucho para vivir con toda intensidad el sentido del Reino de
Dios.
Nos decimos hermanos, pero andamos divididos, y no pienso ya en el
desgarro de la Iglesia a través de los siglos en lo que llamamos las diferentes
iglesias cristianas; es ese desgarro que se produce en aquellos que tenemos
cerca, los que pertenecemos a una misma comunidad, a una misma parroquia, a una
misma diócesis. Vivimos en la distancia los unos de los otros como si fuéramos
desconocidos, y lo peor es que algunas veces incluso haciéndonos la guerra los
unos a los otros. Grupos parroquiales enfrentados, o en los que cada uno va por
su lado y no se tiene en cuenta lo que los otros grupos hacen como si no fuera
cosa nuestra.
Pensemos, por ejemplo, en la forma o el lugar en que nos situamos
cuando acudimos al templo para las celebraciones, vamos a nuestro sitio, vamos
a nuestro rincón, nos ponemos a distancia, parece que un banco lleno de gente
nos agobia y nos buscamos otro rincón.
Muchas actitudes, muchas posturas, muchos gestos tenemos que cambiar y
hacer nuevos para expresar de verdad esa comunión de hermanos.
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