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miércoles, 4 de julio de 2018

No cerremos los ojos al testimonio de lo bueno que podamos encontrar a nuestro lado, ni nos hagamos oídos sordos a la llamada al bien y la rectitud



No cerremos los ojos al testimonio de lo bueno que podamos encontrar a nuestro lado, ni nos hagamos oídos sordos a la llamada al bien y la rectitud

Amós 5,14-15.21-24; Sal. 49; Mateo 8,28-34

Hay ocasiones en que parece que nos sentimos incómodos ante la presencia de otra persona; y no es por lo que de entrada podríamos estar pensando sino todo lo contrario. No son personas desagradables, no son personas que nos puedan dar mal ejemplo por su vida inmoral, no son esas personas quisquillosas que siempre nos están hurgando para pincharnos o para molestarnos.
Es precisamente la rectitud de sus vidas, su ejemplaridad lo que nos puede resultar incómodo porque su sola presencia o el recuerdo de su rectitud son para nosotros como un espejo en que nos vemos, pero vemos quizá muy claramente los claroscuros de nuestra vida, más bien las cosas oscuras que puede haber en nosotros. Sin reprocharnos con sus palabras, su vida es un reproche para nosotros porque nos hace pensar quizá en nuestro mal camino.
Y ya sabemos que en momentos así podemos tener la buena reacción de hacernos pensar en nosotros mismos dándonos cuenta de lo que tendríamos que superar y mejorar en nosotros siendo para nosotros un estimulo de superación, pero también podríamos tener una actitud negativa de rechazo o incluso, y ahí estaría más clara nuestra maldad, de arrojar sombras sobre ellos con criticas y murmuraciones para desprestigiar.
No será algo que hacemos habitualmente o nos sucede pero testigos sin embargo sí somos de posturas así en mucha gente. Tengo ganas de encontrarme con alguien en la vida publica que sea capaz de valorar los aciertos y las cosas buenas que hacen sus oponentes ideológicos; ya sabemos demasiado como se camina por esos caminos.
Cuando escuchamos el evangelio de hoy nos puede producir extrañeza lo que sucede en aquella región de los gerasenos a donde había acudido Jesús. Pero ¿no será algo semejante a lo que hacemos tantas veces, como veníamos reflexionando?
Era una región mayoritariamente pagana. Si hubieran sido judíos no se hubieran dedicado al cuidado de los cerdos, porque es un animal impuro para el judío que ni siquiera podían tocar. Cuando Jesús desembarca allá se encuentra con un hombre poseído por un espíritu que en cierto modo le reconoce, pero le rechaza. ¿Qué quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?’ es el grito de rechazo con que le recibe.
Jesús que viene a liberarnos del mal, libera a aquel hombre de aquella posesión diabólica, y luego ya lo veremos en calma y sin aquellos ataques de locura que solía andar por aquellos parajes. Pero las gentes del pueblo al enterarse de lo sucedido y como la piara de cerdos acantilado abajo a caído al lago ahogándose, ahora le piden a Jesús que se vaya de allí. Podríamos pensar, si ha liberado a aquel hombre del mal que con sus locuras atormentaba a todos los vecinos, ¿cómo es que no quieren a Jesús, rechazan a Jesús?
Es el rechazo del bien, de lo bueno y de lo justo cuando quizá en la vida privan nuestros intereses egoístas y ambiciosos. No queremos ver, ni queremos que nos hagan ver. No queremos que nos digan ni nosotros escuchar, ni ver tampoco delante de los ojos el testimonio de la bueno que nosotros tendríamos que realizar. Cuántas veces cerramos los ojos; cuantas veces no queremos encontrarnos con aquel amigo, con aquella persona que nos puede decir algo que nos haga pensar. Cuantos rodeos damos en la vida para persistir en nuestros vicios o malas costumbres. De cuántas maneras queremos acallar nuestra conciencia. Da qué pensar.

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