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sábado, 24 de febrero de 2018

Cambiemos la óptica de nuestros ojos para que ya para siempre miremos con la mirada de Dios poniéndonos el colirio del amor


Cambiemos la óptica de nuestros ojos para que ya para siempre miremos con la mirada de Dios poniéndonos el colirio del amor

Deuteronomio 26,16-19; Sal 118; Mateo 5,43-48

Mi padre decía… mi padre me enseñó… mi padre haría… son como muletillas que decimos cuando tenemos que enfrentarnos a una situación o un problema y recordamos aquello que recibimos en una buena educación. Nuestro padre fue sembrando unos principios en nuestra conciencia que luego nosotros asumiremos y haremos nuestros y marcarán nuestra forma de actuar. Recordamos a nuestro padre y recordamos cuantas enseñanzas recibimos de él en una buena educación que formó nuestras conciencias y nos dio principios para nuestro actuar. Unos buenos lentes para mirar la vida que no deberíamos desechar.
Podríamos decir que seguimos viendo la vida con los ojos de nuestro padre, aunque luego le vayamos haciendo matizaciones o añadiendo convencimientos que vamos adquiriendo en la vida. Es cierto también que tenemos el peligro o la tentación de tirar todo por la borda y no querer aceptar aquellos principios, aquellas normas de vida que de ellos recibimos.
Hoy Jesús en el evangelio nos enseña a mirar la vida con los ojos de Dios. Tenemos que aprender a hacerlo porque bien sabemos que cuando lo hacemos solo con nuestra propia o particular visión fácilmente se nos ponen borrosas esas lentes de nuestra mirada con nuestras ambiciones, nuestros orgullos, nuestros egoísmos, y quizá también a través de las cicatrices que hayan ido quedando marcadas en nuestra vida con aquellas cosas que nos hayan podido hacer sufrir y nos hayan podido malear el corazón.
¿Cuál es la mirada con la que Jesús nos enseña a mirar a los demás? No es otra que la mirada de Dios, y la mirada de Dios es siempre una mirada de amor. ¿Y cómo nos enseña Jesús que es el amor de Dios? Un amor universal, un amor a todos sin distinción. Hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos nos dice.
Ya sabemos que si por nosotros fuera quitaríamos de un plumazo a todos aquellos que no nos caen bien, que nos hayan podido ofender en alguna ocasión, a todos aquellos que no son de los nuestros, a todos los que pudiéramos considerar contrincantes o enemigos. Y es que tenemos la tendencia o la maldad de destruir todo aquello que nos pueda impedir lo que son nuestros deseos o ambiciones.
Pero no es esa la mirada de Dios. Por eso tajantemente nos dirá Jesús que tenemos que amar también a nuestros enemigos. Y para comenzar a amarlos rezar por ellos; y rezar por ellos significará intentar comenzarlos a ver con los ojos de Dios. Y nos dirá que si no somos capaces de hacerlo así ¿en que nos vamos a diferenciar de los que no creen en Dios?
Creer en Dios no es solo un concepto que podamos tener en nuestra cabeza. Decir que queremos creer en Dios es querer decir que queremos vivir su vida, que queremos vivir en su amor, que queremos mirar la vida con los ojos de Dios. Por eso decimos que en Dios encontramos el sentido de nuestra vida. Y es que quien nos creo es el mejor que nos puede decir para qué nos ha creado.
Cambiemos la óptica de nuestros ojos para que ya para siempre miremos con la mirada de Dios. Aquello que decíamos que habíamos aprendido de nuestro padre y que con su mirada contemplamos la vida y el mundo, desde nuestra fe hagámoslo con Dios. No nos dejemos que se  nos enturbien los ojos, pongámonos el colirio de Dios que es el colirio del amor.

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