Aquel hombre cuando se encontró sanado por Jesús saltaba de alegría y no podía callar porque a todos tenia que comunicar la gracia que en Jesús había encontrado
Levítico 13, 1-2. 44-46; Sal 31; 1Corintios 10, 31 - 11, 1;
Marcos 1, 40-45
‘Si quieres, puedes limpiarme’, fueron las palabras del leproso
que se atrevió a acercase a Jesús. Es la súplica humilde pero llena de
esperanza. Confiaba que Jesús podía hacerlo, pero sabía que solo estaba en su
mano el hacerlo o no hacerlo. Pero allí estaba él con su necesidad, con su
pobreza, con su soledad, con su lepra con todo lo que significaba. Y se postró
ante Jesús. Se había atrevido a llegar hasta Jesús, abrirse paso entre la
gente, que seguramente se apartaba para evitar contaminarse.
¿Nos sucederá algo de esto alguna vez? No nos atrevemos a terminar por
suplicar desde nuestra necesidad, desde nuestros problemas ante quien sabemos
que nos puede ayudar. O quizá alguien necesita algo de nosotros y no se atreve
a pedírnoslo. Barreras de miedo que nos creamos, barreras de desconfianza, o
barreras quizá de orgullo porque no queremos postrarnos, porque no queremos
rebajarnos a mostrar nuestra necesidad. Y nos aislamos o aislamos a los demás
poniendo distancias.
Todo nos enseña, todos los gestos que vemos en el evangelio nos hacen
pensar en cosas que nos pasan o que les pasan a los otros con nosotros. No
siempre tenemos la suficiente sintonía para comunicarnos con sencillez y con
humildad, para reconocer nuestras debilidades porque quizá queremos mantener la
fachada aunque por dentro estemos pasándolo mal. Y nos preguntan que como
estamos y decimos que bien, aunque haya una buena tormenta dentro de nosotros.
Aquel hombre, sin embargo, acudió a Jesús, reconoció su enfermedad, su
debilidad, su pobreza. Por si mismo no podía hacer nada para curarse; en
aquella época la lepra era una enfermedad terrible e incurable, que además podía
contagiar a los demás; los leprosos tenían que vivir aislados, lejos de todos,
lejos de su familia, sin participar en la vida de la comunidad; eran unos
malditos.
Pero la fe se había despertado en su corazón. Otros quizá se
abandonaban a su suerte perdida toda esperanza; su muerte era en vida, porque
aquello no era vivir. ¿Resignación? ¿Desesperación quizá? Era difícil encontrar
un sentido y un valor a aquella forma de vivir. Pero a los oídos de aquel
hombre había llegado una buena noticia que le llenaba de esperanza. Podría
curarse, si aquel profeta quería curarlo. Algo comenzaba a apoyar su vida que
era algo más que una muleta para caminar en su imposibilidad y en la debilidad
de una enfermedad que le destruía por fuera en su cuerpo, pero dentro también
en su espíritu. Por eso había acudido a Jesús.
Como decíamos, necesitamos aprender, todo nos enseña. Y en esos
vaivenes de la vida donde tantas veces nos sentimos desalentados quizá en
nuestra soledad, en nuestras angustias, cuando nos sentimos abandonados quizá
de los menos que esperábamos que nos abandonaran o se pusieran en contra
nuestra, necesitamos despertar nuestra fe. No todo es oscuro, no todo es negro,
una luz tras cualquier recodo del camino puede despertar de nuevo nuestra
esperanza.
Y Jesús nos está esperando, saliendo a nuestro paso en cualquier
rincón de nuestro camino. Deja que nos acerquemos a El, o El viene a nuestro
encuentro de muchas maneras. Siempre habrá alguien que nos tienda una mano, nos
diga una palabra de ánimo, encienda una luz en nuestro oscuro camino. Tenemos
que sintonizar con esos signos que nos pueden ir apareciendo en la vida.
Es la mano de Jesús que nos toca, que nos levanta, que nos sana, que pone
nueva luz en nuestro camino. Necesitamos encontrar un sentido para no
simplemente resignarnos; tenemos que descubrir el valor de nuestra vida aunque
nos sintamos llenos de miseria y pensemos que no valemos nada; tenemos que descubrir
las mil razones que tenemos para seguir luchando; hemos de darnos cuenta que también
nuestra vida, nuestra decisión de seguir adelante, de no quedarnos tumbados a
la vera del camino puede ser una señal para otros que estén igual o peor que
nosotros.
Aquel hombre cuando se encontró sanado por Jesús, porque Jesús sí quería
y se había adelantado incluso a tocarle a pesar de la miseria de su lepra,
saltaba de alegría y no podía callar porque a todos tenia que comunicar la
gracia que en Jesús había encontrado.
Cuántas veces Jesús nos sana pero no somos capaces de manifestar esa alegría.
Cuántas veces hemos recibido una gracia especial del Señor y ni siquiera hemos
sabido dar gracias; cuántas veces hemos sentido el regalo y la alegría del
perdón, pero no hemos saltado de alegría porque Jesús nos ama y nos ha
perdonado para ponernos en camino de nuevo.
No somos agradecidos, no correspondemos a tanto amor como el Señor de
mil maneras manifiesta en nuestra vida. Por eso no terminamos de convencer a
nadie y estamos encerrados siempre en el mismo círculo. No crece el número de
los que vienen hasta Jesús porque no terminamos de ser con la alegría de
nuestra fe esos signos de evangelio para que el mundo crea.
Pensemos en tantos que están a la vera del camino de la vida esperando
ver ese signo que levante su espíritu, que les llene de nueva esperanza, que
les impulse de verdad a caminar y a transformar nuestra vida. Nosotros tenemos
que ser ese signo. Nosotros tenemos que ser esa mano tendida de Jesús que
llegue a tocar el corazón de los otros.
¿Qué nos pasa que vivimos de manera tan aburrida nuestra fe? ‘Si
quieres…’ nos está diciendo también nosotros ese mundo que nos rodea. ¿Cuál
es la respuesta que le vamos a dar?
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