Los milagros eran una señal evidente del cambio que Jesús nos pedía, de las nuevas actitudes de las que teníamos que llenar el corazón y de esa nueva forma de actuar
Santiago 1,1-11; Sal. 118; Marcos 8,11-13
Hay ocasiones en que por muchas razones y pruebas que nos den no
queremos dar nuestro brazo a torcer y no queremos creer ni aceptar lo que nos
dicen. Nos ofuscamos buscando pruebas aunque las tengamos delante de los ojos;
nuestro orgullo no nos deja ver y aunque en el fondo estemos convencidos, como
solemos decir, no nos queremos bajar del burro. Por orgullo o por amor propio,
por desconfianza hacia aquel que nos lo dice, por no rebajarnos a aceptar que
lo que nos dicen es la verdad y que nosotros estamos en el error.
Creamos tensiones, provocamos distanciamientos, nos mantenemos en
nuestro error, nos hacemos la guerra los unos a los otros incluso aunque en el
fondo estemos de acuerdo, pero no queremos dar nuestro brazo a torcer.
Quizá también aquello que nos dicen nos tendría que hacer plantearnos
las cosas de otra manera y nos obligaría a cambiar de rutinas en la vida, y nos
parece que estamos bien como estamos por que vamos a probar otra cosa.
Inmovilismos en los que nos encerramos como en torreones que convertimos en plazas
fuertes para luchar contra aquel a quien ya consideramos como un adversario
porque nos haría ver las cosas de una forma distinta a como en nuestra rutina
nos hemos mantenido siempre.
Y eso de cambiar, sí que cuesta, lanzarnos a algo que nos parece
desconocido o difícil de conseguir porque tenemos que arrancar muchas cosas de nuestro
corazón es una tarea en la que no queremos embarcarnos.
Cosas así nos pasan frecuentemente. Por eso podemos en cierto modo
entender de lo que nos habla el evangelio. Por allá andan los fariseos siempre
discutiendo con Jesús. Les costaba entender lo que Jesús les planteaba. El
sentido del Reino de Dios que Jesús anunciaba y enseñaba era algo que nos les cabía
en la cabeza; preferían vivir en la rutina de lo que había sido siempre su
vida, y no querían perder el poder de manipulación que en cierto modo ejercían
sobre la gente.
Jesús pedía un cambio profundo del corazón, un cambio de actitudes y
posturas, una nueva forma de entender la relación con Dios y también la relación
con los demás. Pero a ellos les parecía que eso no les tocaba a ellos que
estaban por encima de todo. Cuantos orgullos así nos encontramos en la vida
tantas veces y nosotros mismos nos vemos tentados a ello.
No quieren dejarse convencer por Jesús y por eso están constantemente
pidiendo pruebas de su autoridad. No les bastan los signos que Jesús realiza y
que son palpables para todos en aquellos milagros que Jesús va realizando.
Aquellos milagros eran una señal evidente del cambio que Jesús nos pedía, de
las nuevas actitudes de las que teníamos que llenar el corazón y de esa nueva
forma de actuar. Jesús termina, en esta ocasión, por no responderles. Y Jesús
seguirá actuando de la misma manera desde el amor.
Es el testimonio que nosotros tenemos que seguir dando, son las
señales que han de aparecer palpables en nuestra vida aunque no nos quieran
creer ni aceptar. Nuestro amor, como el amor de Jesús, tiene que ser el gran
signo de nuestra fe, de ese Reino nuevo de Dios en el que queremos vivir.
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