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sábado, 16 de septiembre de 2017

Ni superficialidades ni vanidades, sino hondura profunda cuando fundamentamos bien nuestra vida en los auténticos valores y en la Palabra de Dios

Ni superficialidades ni vanidades, sino hondura profunda cuando fundamentamos bien nuestra vida en los auténticos valores y en la Palabra de Dios

1Timoteo 1,15-17; Sal 112; Lucas 6, 43-49

¿Cómo podemos pedirle a un árbol que nos dé buenos y abundantes frutos si no lo hemos cuidado debidamente? ¿Cómo podemos tener un edificio de sólida estructura si no le hemos dotado de unos buenos cimientos? ¿Cómo podemos pedir a una persona que llegue a una madurez humana, a un inmejorable desarrollo profesional, a lograr dignidad para su vida que le haga ser valorado y apreciado en la sociedad si antes no ha habido verdadera preocupación en su niñez y en su juventud de dotarle de buenos principios y valores para que tuviera la capacidad de ese desarrollo pleno de su persona?
Nos encontramos sí árboles que nos dan frutos dañados, o edificios que se nos vienen abajo ante la menor contingencia, pero lo peor seria que nos encontremos personas que por su edad han de ser personas adultas pero que en realidad siguen siendo como niños sin valores ni principios.
Así nos encontramos con personas que viven de la vanidad y de la apariencia, pero que en el fondo de su vida carecen de verdaderos valores; quizá tenían muchas posibilidades en su vida por sus cualidades innatas, pero no hubo quien les ayudara a desarrollarlas adecuadamente para ser capaces de hacer florecer en la vida todas esas potencialidades que le ayudarían a si mismos en la consecución de una mayor plenitud y felicidad y que al mismo tiempo tanto podrían hacer por los demás, para mejorar nuestro mundo.
Quienes viven de apariencias y escaparate pronto se les va a descubrir el vacío que llevan interiormente y cuando les fallen esos falsos oropeles van a sentirse hundidos con sus vidas llenas de negrura porque nunca supieron apreciar la luz de los verdaderos valores.
Un edificio por fuera puede aparentar en su fachada muchas cosas bellas, pero si su interior no está debidamente cuidado y ordenado la vida en su interior no será precisamente un camino de felicidad. No vivimos la vida verdadera en la fachada sino allá en lo más hondo de nosotros mismos, por eso es tan necesario cuidar nuestro interior, desarrollar esos valores perennes que nos van a dar una verdadera estabilidad a nuestra vida y que va a ser donde encontremos fuerza para sostenernos cuando nos puedan aparecen los momentos oscuros de las dificultades que nunca falta en la vida.
Hoy Jesús nos habla de árbol bueno que no da fruto dañado y de que cada árbol ha de dar su fruto. Como dice el refrán no le podemos pedir peras al olmo. Pero nos dice lo importante es que estemos sanos por dentro, porque de lo que tenemos en el corazón habla la boca. Es lo que decíamos antes del desarrollo de cada persona desde sus capacidades y posibilidades en la vida, pero como nos dirá en otro momento del evangelio aunque nos parezca que los talentos son pocos no hemos de dejar de desarrollarlos.
No habla también de los verdaderos cimientos de nuestra vida. No podemos edificar sobre arena movediza sino sobre dura roca. Son esos principios, son esos valores, es la hondura de nuestra fe, es la escucha atenta y profunda de la Palabra de Dios en nuestra vida. Será así firme el edificio de nuestra vida, estará bien fundamentado y como decíamos antes bien orientado en nuestro interior para poderle dar esa estabilidad, esa plenitud, esa felicidad a la vida y a los que nos rodean.
Así nuestra relación con el Señor no será superficial; así resplandecerá de verdad el amor en nuestra vida; así podremos vivir ese compromiso serio por hacer que nuestro mundo sea mejor; así trabajaremos siempre para que todos puedan ser más felices y vivir con mayor dignidad.

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