Cuando entramos en diálogo no nos ponemos los unos frente a los otros, sino que comenzamos a ponernos a su lado comprendiendo sus razones o sus motivaciones mas profundas
Núm. 13, 2-3. 26-14, 1. 26-30. 34.35; Sal. 105; Mt. 15, 21-28
Cuántas veces nos sentimos incómodos cuando tenemos a nuestro lado a
alguien que no hace sino contarnos sus penas, sus agobios o sus problemas.
Quizá de entrada queremos sentirnos buenos y lo escuchamos, pero cuando vemos
que sus explicaciones se multiplican, que nos repite una y otra vez lo mal que
está o los problemas que tiene, que quizá nosotros nos sentimos inútiles porque
no sabemos qué hacer o cómo ayudarle, la situación se nos vuelve incómoda y ya quizás
no pensamos sino como vamos quitarnos de encima a aquel que nos repite una y
otra vez sus penas.
No está posiblemente en nuestras manos el darle una solución
definitiva a su situación, pero ya no sabemos que palabras decirle o cómo darle
algo de esperanza. Nos lo quisiéramos quitar de encima y comenzamos a poner
barreras.
Así vamos a veces por la vida queriendo hacernos oídos sordos porque
si conocemos la situación de tantas que pasan dificultades eso nos va a
producir una inquietud interior que pudiera quizás amargarnos el día. Pensamos
en posibles grandes soluciones y quizá todo lo que necesita esa persona es que
la escuchen y estén a su lado. Nos queremos desentender para no complicarnos la
vida y pensamos que así seriamos más felices, pero nos queda quizá un poso
amargo en nuestro interior porque sabemos que no estamos dando la respuesta que
tendríamos que dar. Y quizá las respuestas que nos piden son más sencillas de
lo que imaginamos.
Jesús se había salido de lo que seria propiamente tierra judía. Andaba
por tierras de Fenicia, en las cercanías de Tiro y Sidón. Y una mujer de
aquella tierra, a la que quizá le habían llegado noticias de aquel profeta de Galilea tiene
una hija enferma para la que no encuentra solución a su mal y acude a Jesús.
Sabe bien quien es Jesús o al menos piensa en él como la solución taumaturguita
para la enfermedad de su hija y va detrás de Jesús gritando y pidiendo
compasión.
Parece que Jesús no quisiera escuchar. Aquella mujer no es judía. Sin
embargo grita tras Jesús. Serán los discípulos los que ahora insistan e
intercedan. Quizá por quitársela de encima porque ya es una lata aquellos
gritos continuados detrás de Jesús. ‘Atiendela que viene detrás gritando’ y
esto no hay quien lo aguante, parece que le dicen a Jesús.
Y comienza el diálogo entre Jesús y aquella mujer aunque de principio
pareciera que las palabras son duras. Era el lenguaje distante y cortante que
empleaban habitualmente los judíos en sus relaciones con los paganos. Pero
aparece la humildad de aquella mujer, aparecen las mas preciadas flores de su corazón
con un fe intensa en Jesús. Las palabras que nos trasmite el evangelista son
escuetas, como es normal en los diálogos del evangelio, pero podemos pensar en
una comunicación más extensa entre aquella mujer y Jesús para que aflorara así
la fe de aquella mujer que Jesús terminará alabando. ‘Mujer, qué grande es
tu fe’.
Cuantas veces un dialogo sincero y humilde hace aflorar lo mejor que
hay en nuestro corazón. Quizá nuestras diferencias nos hacen estar distantes,
pero esos muros se pueden caer cuando hay sinceridad en el corazón y sabemos
entrar en autentica comunicación con el que está al otro lado al que ya no
tendríamos que mirar enfrente.
Cuando entramos en diálogo ya no nos ponemos los unos frente a los
otros, sino que comenzamos a ponernos a su lado. Y ponernos a su lado es comprender
sus razones, sus motivos, el por qué de lo que dice o de lo que hace, lo que
motiva de verdad su vida o sus peticiones. Es una nueva comunicación.
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