Salgamos a nuestro mundo, sin miedos ni complejos, con el arrojo de nuestra fe y con la confianza de que el Señor da toda la vitalidad de su Espíritu a la semilla que hemos de sembrar
Isaías
55, 10-11; Sal 64; Romanos 8, 18-23; Mateo 13, 1-23
‘Salió el sembrador a sembrar…’ Así comienza la parábola que Jesús
les propone. Allí junto a la orilla del lago, sentado desde la barca para que
todos pudieran oírle mejor, Jesús estuvo mucho rato hablándoles en parábolas.
Todos ponemos ejemplos en nuestras explicaciones. El mejor maestro es
el que habla con mayor sencillez y se hace entender por todos. Entre los
orientales el lenguaje lleno de imágenes y comparaciones era algo muy normal.
Es el lenguaje de Jesús. El evangelio nos trasmite muchas parábolas de Jesús.
Pero alguno quizá pretendiendo decir que entiende la parábola de Jesús
o tratando de explicarla se atreva a hacer alguna consideración muy particular.
¿A quien se le ocurre salir a sembrar y echando la semilla a voleo no le
importa donde pueda caer exponiéndose a que caiga entre pedregales o zarzales?
Pudiera parecer un atinado comentario si no se entendiera que en oriente como
en algunos sitios quizás se eche la semilla a voleo a la tierra primero y sea
luego cuando se labre ese terreno y así en la arada pueda penetrarse mejor en
la tierra donde se vuelva fecunda esa semilla.
Pero más allá de esas posibles elucubraciones sea otra cosa lo que Jesús
quiere trasmitirnos. Por un lado, la fuerza que en sí misma tiene esa semilla,
que luego nos explicará Jesús que está refiriéndose a la Palabra de Dios que
hemos de sembrar en nuestro mundo. Claro que no deja de ser un interrogante en
nuestro interior cuál sea la actitud de acogida que tengamos ante esa Palabra
que Dios quiere plantar en nuestra vida. Ahí está descrita, es cierto, nuestra
respuesta como nuestra libertad y responsabilidad para acoger esa semilla en
nuestra vida.
Claro que en estos momentos que vivimos en la Iglesia donde sentimos
la urgencia de una nueva evangelización, de un nuevo anuncio del Evangelio como
Palabra de vida y salvación para los hombres, nos llevaría a pensar en algo más
en esa responsabilidad que tenemos con la semilla que está en nuestras manos y
hemos de hacer llegar a nuestro mundo. El Papa nos lo está recordando
continuamente.
Diríamos que ha sido una constante, por otra parte, en la vida de la
Iglesia cuando tras el concilio Vaticano II hemos ido tomando conciencia todos
de nuestra responsabilidad eclesial, de nuestra pertenencia a la Iglesia y de
la realidad de nuestro mundo al que dábamos por sentado que era cristiano pero
que necesita de esa nueva evangelización. Todos recordamos aquella exhortación
apostólica de Pablo II, Evangelii nuntiandi publicada a los diez años del
concilio y que tan gran impacto produjo en el seno de la Iglesia de manera que
ha sido de alguna manera vademécum en la tarea de todo evangelizador.
Por supuesto que escuchamos esta parábola leyéndola en nuestra propia
vida y en nuestra responsabilidad de la acogida a esa semilla de la Palabra de
Dios. Pero es cierto también que tendríamos que hacer una lectura de la misma
desde esa tarea y esa responsabilidad que todo cristiano tiene de ser portador
del Evangelio para los demás. Todos hemos de ser evangelizadores, misioneros
del evangelio con el testimonio de nuestra vida además de con nuestras
palabras.
Muchas veces quizá la tarea inmensa que se presenta ante nosotros nos
paraliza. Sí, nos paraliza porque ya quizá de antemano damos por sentado que
esa Palabra en muchas personas, en muchos lugares no va a ser aceptada y
acogida. Si vamos con esos tintes negativos marcando nuestra tarea ya quizá no
ponemos tanto entusiasmo, ya no nos vamos a esforzar por llegar a las
periferias, como nos dice el Papa, porque quizá damos por sentado que no vamos
a ser acogidos ni escuchados. Esa dureza del camino, esos pedruscos en medio
del terreno o esos zarzales de tantas cosas que pueden enredar a nuestros
oyentes se convierten ya en nosotros en barreras que nos van a impedir llegar
de verdad a todos con nuestro anuncio.
Es ahí en ese mundo, y no vamos a hacer ahora una descripción que
cargue sus tintes negativos, en donde tenemos que hacer ese anuncio. Esas
periferias de las que nos habla el papa, no significa ir a lugares especiales o
lejanos sino que están ahí mismo a nuestro lado en tantos que quizás ya vienen
de vuelta, en tantos que aunque siguen diciéndose cristianos viven su fe con
frialdad y sin compromiso, en tantos que se creen muy seguros en sus ideas o
planteamientos y no llegan a descubrir de verdad la novedad que siempre ha de
significar el evangelio.
Son esos que quizá vienen también a nuestras celebraciones por una
costumbre o por unas rutinas, o que convierten nuestras celebraciones en algo así
como un acto social más en el que participan pero que no le dan la profundidad
de la fe, no ponen toda su vida en aquello en lo que están participando,
cierran sus oídos para no escuchar esa Palabra nueva del evangelio que les
pueda hacer despertar de sus modorras.
Salió el sembrador a sembrar y no ha de temer la clase de tierra
distinta que pueda encontrar sino que en toda tierra ha de sembrar esa semilla,
esa Palabra de Dios. Salgamos, sí, a nuestro mundo con esa misión, con esa
tarea, sin miedos ni complejos, con el arrojo de nuestra fe y con toda nuestra
confianza puesta en el Señor que le da toda la vitalidad de su Espíritu a esa
Palabra de Dios que hemos de sembrar en nuestro mundo.
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