Actitudes nuevas, valores profundos, verdadero respeto a la persona y su dignidad que nos lleven a buscar de verdad la gloria del Señor
Éxodo 11,10-12,14; Sal 115; Mateo
12,1-8
Rápido nos viene a nuestra mente el pensamiento con que enjuiciamos y
condenamos a los demás. Atentos estamos a lo que haga el otro para hacernos
nuestro juicio sobre lo que hace aunque solo nos dejemos llevar por las
apariencias. Poco podemos saber sobre lo que hay en el interior del hombre y la
razón o el por qué de lo que hace, pero nosotros en nuestro juicio parece que
nos lo sabemos todos y creemos saber más los por qué de lo que hacen mas que
los mismos que lo hacen.
Cuando vamos prejuzgando en la vida a los demás ya vamos interponiendo
barreras porque en nuestro orgullo nos creemos superiores y que estamos por
encima de los demás y nos creemos con derecho para opinar y para juzgar lo que
hacen los otros. Nos alejamos así de las personas porque en nuestro prejuicio
no querríamos mezclarnos con ellos para que otros no nos juzguen iguales a
ellos.
Es difícil que así seamos capaces de colaborar, de trabajar juntos por
hacer que nuestro mundo mejor o que nuestras relaciones sean más amistosas y
fraternales. Con nuestros prejuicios ponemos barreras y estamos poniendo
imposible cualquier relación amistosa. Pero ¿Quiénes somos nosotros para
juzgar? ¿Qué derecho tengo a condenar al otro cuando en mi corazón esta floreciendo
la maldad con esos juicios y condenas que estoy haciendo a los demás? ¿No seria
más hermoso una auténtica corrección fraterna en la que como hermanos y con
humildad nos ayudemos mutuamente? ¿No necesitaré yo también de esa ayuda para
mejorar muchas cosas en mi vida porque tampoco yo soy perfecto?
Me viene a la mente esta reflexión que tendría que valerme para yo
mejorar mis actitudes y para poner más humildad en mi corazón, a partir de lo
que hoy vemos en el evangelio. Por allá andan los fariseos pendientes de lo que
puedan hacer los discípulos de Jesús para aprovechar cualquier ocasión para
tratar de desprestigiar la obra de Jesús.
Los discípulos realizan quizás distraídamente lo que cualquiera hace
al pasar por un sembrado. Hay unas espigas que están granando ya su cosecha y
se siente uno tentado en el buen sentido de coger una de esas espigas,
estrujarla en la mano y llevarse a la boca aquellos granos que aun están en
proceso de maduración. Pero es sábado mientras caminan de un lugar a otro en
medio de aquellos sembrados. Aquello podía considerarse un trabajo y en el sábado
no se puede trabajar. Tajantes son en el cumplimiento del descanso sabático y
aquello podría equivaler a la siega, a la trilla y no se cuantas cosas más. Y allí
surge el juicio y la condena.
Qué quisquillosos nos volvemos tantas veces en la vida buscando
maldades, segundas intenciones para poner pronto el prejuicio y la condena.
¿Podemos andar así por la vida y ser felices? ¿No tendrían que ser otras las
actitudes?
Claro que Jesús quiere aclararnos que el cumplimiento de la ley del
Señor ha de tener otro sentido. Nunca podremos mirarlo como esclavitud, siempre
tiene que ser una ofrenda de amor, y siempre la persona tiene que verse
enriquecida en su interior que es lo verdaderamente importante.
No podemos convertir la religión y los actos religiosos que realicemos
como un mero cumplimiento, una rutina o una ley que nos esclavice en un
cumplimiento ritual. Una mayor profundidad hemos de darle a todo lo que sea
nuestra relación con Dios, porque Dios quiere siempre la grandeza del hombre y
no el sufrimiento.
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