Que nuestros miedos y cobardías no nos hagan cerrar puertas y poner barreras que impidan encontrarnos con Jesús allí donde El quiera manifestársenos
Hechos de los apóstoles 2,42-47; Sal
117; 1Pedro 1,3-9; Juan 20,19-31
Una reacción que nos puede surgir ante el miedo es encerrarnos. Con
las puertas cerradas el miedo esta fuera, no nos puede afectar, pero eso puede
significar aislarnos, creer que por nosotros mismos podemos vencerlo y no
seremos capaces de pedir ayuda ni de aceptar lo que los demás nos puedan decir
o nos puedan ofrecer. Ese miedo quizás a arriesgarnos nos impedirá alcanzar
metas que por otra parte habríamos conseguido, a tener nuevas experiencias que
nos podrían enriquecer y que de verdad por una parte nos harían descubrir
nuestro verdadero valor, pero también lo importante que con los otros podríamos
conseguir.
Miedo a lo que nos podría sobrevenir, miedo a lo que nos parece
desconocido, miedo a salir de nuestras rutinas o nuestras costumbres de
siempre, miedo a lo que nos pueda pasar en semejanza a otras situaciones que
hemos pasado o que vemos que les suceden a los demás, miedo a lo que pueda
significar innovar porque eso puede significar riesgo, miedo a lo que nos podría
pasar y para lo que pensamos que no estamos preparados, miedo a lo que pueda
comprometernos lo nuevo que descubramos, un nuevo camino que quizás tengamos
que emprender; preferimos quizás ir a nuestro aire, por libre, sin que los demás
nos importunen en esas malas situaciones. Muchas cosas en un sentido o en otro
que nos pueden suceder en la vida.
Los discípulos estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Encerrados estaban esperando lo que podría suceder, no se terminaban de creer
algunas noticias que iban llegando, la experiencia pasada en los días
anteriores temiendo que a ellos les pudiera suceder lo mismo los había
encerrado como en una fortaleza defensiva en el cenáculo, aunque uno se había
atrevido a echarse a la calle por su cuenta y sin contar con nadie.
Y así cerradas puertas y ventanas con esos miedos que tenían estaban
los discípulos cuando se presento Jesús en medio de ellos sin que las puertas
se abrieran, pero sin quitárseles aun a ellos el miedo; aun pensaban que podía
ser un fantasma, como dice otro de los evangelistas.
Ahora la alegría era grande. Era verdad. Jesús había resucitado. Lo
que las mujeres en la mañana habían contado era cierto, no eran visiones. Lo
que los que se habían marchado a Emaús y habían regresado se estaba ahora
confirmando. Allí estaba Jesús en medio de ellos, mostrándoles las manos y el
costado. Los miedos y las dudas se disipaban. La paz llegaba con Jesús a sus
corazones. Ese era su saludo. ‘Paz a vosotros’, que repite Jesús por dos
veces. Algo nuevo se estaba produciendo también en sus corazones porque ya se sentían
llenos del Espíritu de Jesús. Comprendían que un mundo nuevo de amor y de perdón
necesariamente tenía que comenzar. La alegría que Vivian tenían que trasmitírsela
a los demás haciendo que a todos llegara esa paz al corazón y llegara el perdón.
Era la misión que Jesús les confiaba.
Pronto tendrán oportunidad a la vuelta de Tomas. Había querido hacer
su camino a su manera, vencer sus miedos a su aire, no estaba con las puertas
cerradas, pero había preferido caminar solo y no encontró a Jesús. Es
importante saber estar con los demás, aprender a caminar juntos. Creemos que a
nuestro aire o a nuestros ritmos vamos a conseguir mejores resultados, pero al
final solos y sin encontrar lo que buscamos.
En Tomas seguían sus dudas, su búsqueda de pruebas. Los demás discípulos
le habían dicho ‘hemos visto al Señor’, pero el quería meter sus dedos
en los agujeros de las manos, su mano en la herida de la lanza en el costado.
Si no lo veo, no lo creo, como decimos tantas veces, y queremos tocar, palpar,
comprobar por nosotros mismos. En tantas cosas, de tantas maneras, en el camino
de la fe, en el camino de la vida.
A los ocho días estaba Tomas con ellos y se manifestó de nuevo Jesús. ‘trae
tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano, metela en mi costado; y no seas incrédulo,
sino creyente’. Ya no hacían falta las pruebas. ‘¡Señor mío y Dios mío!’
fue la exclamación y la aclamación de Tomas. ‘¡Dichosos los que crean
sin haber visto!’, le dice Jesús.
Que itinerario mas hermoso para nuestra vida, para nuestros miedos,
para nuestras dudas. Dejemos entrar a Jesús. No cerremos puertas. Muchas son
las puertas que vamos cerrando en la vida, si, por nuestros miedos o por
nuestros complejos, y no terminamos de encontrar a Jesús.
Barreras que ponemos cuando queremos que Dios se nos manifieste pero
tal como nosotros imaginamos o cuando a nosotros nos convenga; barreras que
ponemos cuando cerramos tantas veces el evangelio porque queremos pensar a
nuestro aire, ir por nuestro lado, o no queremos escuchar la voz de la Iglesia;
barreras que ponemos cuando nos aislamos en nuestros problemas y no sabemos
abrirnos a quien nos pueda ayudar; barreras que ponemos en nuestra relación con
los demás y no es necesario poner muchos ejemplos para caer en la cuenta de
tantas discriminaciones, de tantas veces que decimos que cada uno se ponga en
su sitio, de cuando no queremos que nadie se meta en nuestra vida y nos
perturbe… y así podríamos pensar en muchas cosas.
Dejemos que Cristo resucitado llegue a nuestra vida y nos traiga su
paz; con Cristo resucitado con nosotros vayamos también a nuestro mundo siendo
signos de reconciliación y de misericordia; que la alegría de Cristo resucitado
con quien nos encontramos en la fe se contagie a los demás, transforme de
verdad nuestro mundo.
Creemos, si, que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, para que
creyendo tengamos vida en su nombre.
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