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lunes, 5 de diciembre de 2016

Humildad para reconocer nuestra discapacidad espiritual y dejarnos conducir por quienes nos lleven hasta Jesús y disponibilidad generosa para el servicio a los demás

Humildad para reconocer nuestra discapacidad espiritual y dejarnos conducir por quienes nos lleven hasta Jesús y disponibilidad generosa para el servicio a los demás

Isaías 35,1-10; Sal 84; Lucas 5,17-26

‘Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará. Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará…’ Es el anuncio del profeta que escuchamos en este inicio de la segunda semana del Adviento. No hemos de temer, viene el Señor.
Viene el Señor transformándolo todo. Como los ciegos que comienzan a ver, los sordos que pueden ya escuchar los sonidos y entenderse con los demás, los cojos y todos los discapacitados que comienzan a moverse por sí mismos, los corazones que se llenan de gracia y de alegría porque encuentran la paz del perdón. 
Si en la sinagoga de Nazaret Jesús había dicho que todo lo anunciado por el profeta y estaban escuchando en aquel momento allí estaba ahora sucediendo, lo mismo podemos decir hoy cuando escuchamos el evangelio. Vemos cumplidas las promesas de los profetas. El paralítico alcanza el perdón y el movimiento de sus piernas de manera que ya incluso podrá cargar su camilla. Pero ¿estaremos viendo el cumplimiento de esa Palabra en el hoy de nuestra vida?
El evangelio nos describe un hecho bien significativo. Un paralítico que querrá acudir con fe a Jesús pero que por si mismo no puede hacerlo. Unos voluntarios que también con fe en Jesús y con un buen corazón lo hacen llegar hasta los pies de Jesús a pesar de todas las dificultades; la gente se agolpa a la puerta y en su deseo de escuchar a Jesús están impidiendo que otros puedan llegar también hasta Jesús; pero para aquellos hombres de buena voluntad nada habrá que les impida cumplir su propósito. Por allá además algunos que sospechan – están al acecho -, que juzgan, que condenan – esto es una blasfemia porque quien puede perdonar pecados sino Dios -, y en medio de todo Jesús que llega con su salvación, que trae vida, que trae perdón, que quiere llenar nuestro corazón de paz, que quiere que en verdad seamos capaces de llegar a todos porque nada nos lo impida.
Ya hemos escuchado el desarrollo de la escena y cómo aquel hombre encontró la salud para poder ir al encuentro con los demás, pero encontrar la paz y el perdón para su espíritu. Pero como nos preguntábamos hace un momento ¿se estará cumpliendo esta Palabra también en nosotros?
Reconociendo nuestras debilidades, las deficiencias con que se llena nuestra vida cuando nos sentimos esclavizados por el pecado, también nosotros queremos ir a Jesús. Nada tendría que detenernos. Si grande es nuestra fe y nuestro deseo de alcanzar la liberación que nos trae Jesús hemos de saber valernos de todos los medios que tengamos a nuestro alcance, hemos de tener también la suficiente humildad para dejarnos ayudar. A veces no somos humildes para reconocer nuestras limitaciones, nuestras discapacidades que no son solo las físicas sino aquellas cosas que hemos dejado meter en nosotros y nos impiden un encuentro con los demás.
Pero pensemos en algo más, sabiendo como Jesús nos ha liberado con su perdón. ¿Seremos capaces de hacer como aquellos camilleros que llevaron al paralítico hasta Jesús saltando todos los obstáculos? Ahora somos nosotros los que tenemos que ayudar a los demás. Encontraremos dificultades, barreras que saltar, oposición en quien no querrá quizá dejarnos actuar, pero tenemos que seguir adelante. Lo que gratis nosotros hemos recibido también hemos de ser capaces de ofrecerlo con generosidad a los demás para que también encuentren la salvación, la luz, la alegría de sus vidas, la paz.
Muchos caminos concretos nos está proponiendo Jesús delante de nosotros desde este evangelio que hemos escuchado. En nosotros está ahora la respuesta.

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