Humildad para reconocer nuestra discapacidad espiritual y dejarnos conducir por quienes nos lleven hasta Jesús y disponibilidad generosa para el servicio a los demás
Isaías 35,1-10; Sal 84; Lucas
5,17-26
‘Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el
desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará. Se despegarán los ojos del
ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la
lengua del mudo cantará…’ Es el anuncio del profeta que escuchamos en este
inicio de la segunda semana del Adviento. No hemos de temer, viene el Señor.
Viene el Señor transformándolo todo. Como los ciegos que comienzan a
ver, los sordos que pueden ya escuchar los sonidos y entenderse con los demás,
los cojos y todos los discapacitados que comienzan a moverse por sí mismos, los
corazones que se llenan de gracia y de alegría porque encuentran la paz del perdón.
Si en la sinagoga de Nazaret Jesús había dicho que todo lo anunciado
por el profeta y estaban escuchando en aquel momento allí estaba ahora sucediendo,
lo mismo podemos decir hoy cuando escuchamos el evangelio. Vemos cumplidas las
promesas de los profetas. El paralítico alcanza el perdón y el movimiento de
sus piernas de manera que ya incluso podrá cargar su camilla. Pero ¿estaremos
viendo el cumplimiento de esa Palabra en el hoy de nuestra vida?
El evangelio nos describe un hecho bien significativo. Un paralítico
que querrá acudir con fe a Jesús pero que por si mismo no puede hacerlo. Unos
voluntarios que también con fe en Jesús y con un buen corazón lo hacen llegar
hasta los pies de Jesús a pesar de todas las dificultades; la gente se agolpa a
la puerta y en su deseo de escuchar a Jesús están impidiendo que otros puedan
llegar también hasta Jesús; pero para aquellos hombres de buena voluntad nada
habrá que les impida cumplir su propósito. Por allá además algunos que
sospechan – están al acecho -, que juzgan, que condenan – esto es una blasfemia
porque quien puede perdonar pecados sino Dios -, y en medio de todo Jesús que
llega con su salvación, que trae vida, que trae perdón, que quiere llenar
nuestro corazón de paz, que quiere que en verdad seamos capaces de llegar a
todos porque nada nos lo impida.
Ya hemos escuchado el desarrollo de la escena y cómo aquel hombre
encontró la salud para poder ir al encuentro con los demás, pero encontrar la
paz y el perdón para su espíritu. Pero como nos preguntábamos hace un momento
¿se estará cumpliendo esta Palabra también en nosotros?
Reconociendo nuestras debilidades, las deficiencias con que se llena
nuestra vida cuando nos sentimos esclavizados por el pecado, también nosotros
queremos ir a Jesús. Nada tendría que detenernos. Si grande es nuestra fe y
nuestro deseo de alcanzar la liberación que nos trae Jesús hemos de saber
valernos de todos los medios que tengamos a nuestro alcance, hemos de tener
también la suficiente humildad para dejarnos ayudar. A veces no somos humildes
para reconocer nuestras limitaciones, nuestras discapacidades que no son solo
las físicas sino aquellas cosas que hemos dejado meter en nosotros y nos
impiden un encuentro con los demás.
Pero pensemos en algo más, sabiendo como Jesús nos ha liberado con su
perdón. ¿Seremos capaces de hacer como aquellos camilleros que llevaron al
paralítico hasta Jesús saltando todos los obstáculos? Ahora somos nosotros los
que tenemos que ayudar a los demás. Encontraremos dificultades, barreras que
saltar, oposición en quien no querrá quizá dejarnos actuar, pero tenemos que
seguir adelante. Lo que gratis nosotros hemos recibido también hemos de ser capaces
de ofrecerlo con generosidad a los demás para que también encuentren la
salvación, la luz, la alegría de sus vidas, la paz.
Muchos caminos concretos nos está proponiendo Jesús delante de
nosotros desde este evangelio que hemos escuchado. En nosotros está ahora la
respuesta.
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