Jesús nos está enseñando que nunca podemos dejar al caído abandonado al borde del camino y son muchas las actitudes del corazón que tenemos que cambiar
Isaías 40,1-11; Sal 95; Mateo
18,12-14
Cuántas veces decimos ‘él se lo buscó, que él ahora se las arregle’.
Son posturas que tomamos algunas veces en las que queremos desentendernos de
los problemas de los demás; quizá habíamos intentado ayudar, pero no se dejó
ayudar, ahora lo vemos con problemas, alejado, quizá solo sin que nadie haga
por él, pero nosotros tampoco en nuestro orgullo quizá malherido tampoco ahora
queremos hacer nada.
Con cosas que nos suceden, que suceden quizá en tantas en nuestro
entorno cuando no somos solidarios, cuando cada uno va a lo suyo, cuando por
las heridas que quizá recibimos en la vida ahora nos convertimos en unos
resentidos y ya no queremos hacer nada por nadie, porque, encima nos tratamos
de justificar, son unos desagradecidos que no aprecian lo que uno hace por los
demás.
Pero ¿realmente son posturas humanas? ¿Es correcto actuar así?
¿Podemos ir por la vida con esos resentimientos que nos amargan, que nos
encierran en nosotros mismos, que nos vuelven egoístas e insolidarios? Por el
más mínimo sentido de humanidad no tendríamos que ser así, porque bien sabemos
que en nuestro orgullo también muchas veces no nos dejamos ayudar.
Pero ¿es ese el actuar de Dios para con nosotros? Cuantas veces nos
apartamos del camino desoyendo las llamadas que mil lados nos hace el Señor.
Pero queremos construir nuestra vida a nuestro aire, no queremos muchas veces
reconocer que Dios es el único Señor de nuestra vida, orgullos no queremos que
el Señor nos trace unas sendas por donde habríamos de caminar viviendo una paz
muy grande en nuestro corazón y en nuestra relación con los demás; en fin de cuentas
los mandamientos no nos tratan de coartar nuestra libertad, sino trazarnos las
sendas por donde verdaderamente seriamos felices y haríamos también felices a
los demás.
Hoy Jesús en el evangelio nos habla del pastor que busca la oveja
perdida y descarriada. Deja a las noventa y nueve en el aprisco o en el
establo, para ir a buscar la que se había extraviado. Y nos habla de la alegría
del cielo cuando la encuentra, de la alegría del padre que recibe al hijo
descarriado que vuelve a casa.
‘Suponed, nos dice,
que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y
nueve en el monte y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, os aseguro
que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían
extraviado’. Y nos dice Jesús que
nuestro Padre del cielo no quiere que se pierda ni el más pequeñuelo.
Así es el amor del Padre, el amor
que Dios nos tiene. Así nos muestra lo que es su corazón misericordioso y
compasivo. Así nos invita a disfrutar de su amor. Pero así quiere también que
nosotros tengamos nuevas actitudes, actitudes buenas y positivas para con los
demás. No nos podemos desentender de nadie, a nadie hemos de dejar solo en sus
angustias, en sus soledades, quizá en la negrura del mal en el que se ha
metido.
Sin embargo muchas veces parece
que no queremos mezclarnos con esas personas para no vernos comprometidos, para
que no piensen que nosotros somos igual, porque nos puede parecer muy
repugnante lo que haya hecho esa persona, porque quizá el ambiente manda y los
medios también hacen sus juicios mediáticos que nos pueden influir. Y no somos
capaces de ver su corazón, su sufrimiento, su soledad, las oscuridades en que
se ve envuelta su vida. Tenemos la luz en nuestra mano y no somos capaces de
ofrecerla.
Y decimos que somos buenos y
cumplidores, pero dejamos al caído abandonado a la orilla del camino. Mucho
tenemos que revisar, en nuestras actitudes; muchos tenemos que revisar también
en nuestras estructuras de Iglesia en ocasiones muy legalistas pero muy poco misericordiosas.
Todos tenemos que revisarnos, porque hablar podemos decir maravillas, pero
luego en la manera de actuar estaremos muy distantes de lo que decimos. Y eso
nos puede pasar también en el seno de la Iglesia.
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