La espera con el encuentro definitivo con el Señor al final de nuestros días ha de estar llena de esperanza pero al mismo tiempo nos hace estar vigilantes en el amor
2Juan 4-9; Sal 118; Lucas
17,26-37
Un lenguaje misterioso con un sentido apocalíptico que nos habla del
final de los tiempos y de la manifestación final del Hijo del Hombre es el que
escuchamos hoy en el evangelio. Decimos apocalíptico y entendemos que se nos
habla de ese misterio del día final, pero que la misma palabra indica que es
también una invitación a la esperanza.
Por nuestra condición pecadora, tan repetitiva en nuestra vida, es
fácil que nos llenemos de temor ante esos momentos finales, de la misma manera
que en cierto modo nos llenamos de cierto temor cuando pensamos en el final de nuestros
días, en la hora de nuestra muerte. Sin embargo es una hora que siempre
tendríamos que pensar con esperanza; sí, con esperanza, porque ¿con quien nos
vamos a encontrar? ¿No nos vamos a encontrar con un padre misericordioso como
tantas veces Jesús nos ha hablado en el evangelio?
Es cierto que aquel hijo pródigo que volvía a la casa del padre venía
con su espíritu lleno de temores porque reconocía que no se había comportado
como buen hijo, pero en el fondo de su corazón estaba la esperanza en la bondad
de su padre que de una forma o de otra le recibiría; luego se encontraría que
el padre le acogía con un abrazo de amor y de perdón que llena de paz su
corazón y hacia fiesta por la vuelta del hijo perdido pero encontrado, que había
muerto pero que había vuelto al encuentro de la vida. Es lo que tendría que
predominar en nuestro corazón, y también llenarnos de esperanza en ese
encuentro con la vida definitiva porque es el encuentro con el Padre que nos
recibe con amor y que más que juzgarnos y condenarnos nos ofrece el abrazo del
perdón para llenar nuestro corazón de paz.
Ciertamente que la descripción que nos hace Jesús está llena de
misterio en sus imágenes, porque nos dice que no sabemos ni el día ni la hora,
pero es de alguna manera estar invitándonos a la vigilancia, a no dejarnos caer
en la modorra de la rutina en la que nos vamos acostumbrando a las cosas y
bajamos fácilmente la guardia. ‘Así sucederá el día que se manifieste el
Hijo del hombre’ y nos recuerda los
tiempos de Noé o la destrucción de Sodoma y Gomorra.
Hemos de estar atentos y eso significa estar vigilantes en el amor, no
bajando la guardia en el cumplimiento de nuestras obligaciones, seguir en la
tensión de nuestro compromiso por querer hacer que nuestro mundo sea mejor,
trabajar seriamente para hacer que los demás puedan ser más felices cada día,
seguir sembrando las semillas del amor que harán que nuestro mundo sea más
humano y haya más paz entre unos y otros.
Esperamos la venida del Señor. Nos lo enseña el evangelio, nos lo
recuerda la liturgia cada día, lo expresamos en el credo de nuestra fe, y
tenemos que vivirlo cada día de nuestra vida. Esperamos ese encuentro con el
Señor donde esperamos oír de sus labios ‘venid, vosotros, benditos de mi
Padre, a heredar el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo’.
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