Levantamos los brazos a lo alto en nuestra oración como un estado de vigilancia, de esperanza y de fidelidad, porque en el Señor tenemos puesta nuestra confianza
Éxodo 17, 8-13; Sal 120; 2Timoteo 3,
14-4, 2; Lucas 18, 1-8
Qué fácil nos es desanimarnos; quizá comenzamos con entusiasmo algo
bueno, ya sea en el campo de nuestra superación personal, ya sea en nuestro
compromiso por los demás en medio de la sociedad en la que vivimos, ya sea en algún
aspecto de la vida, de la relación con los demás en nuestra convivencia diaria
con los que nos rodean en la familia, en el trabajo, en las relaciones
sociales, pero pronto parece que nos desinflamos; un contratiempo que surge, un
comentario que nos hacen y que no nos agrada, la poca valoración o estimulo que
podemos encontrar en aquellos que pensamos que más tendrían que ayudarnos, un
amigo que nos deja solos en la estacada cuando más lo necesitamos; perdemos el
entusiasmo, nos desanimamos, sentimos la tentación de tirar la toalla y dejarlo
todo.
Es ahí donde tenemos que hacer florecer nuestra madurez; es el momento
en que ha de manifestarse nuestra personalidad madura; es donde tiene que
aparecer la constancia, el esfuerzo de superación personal, la continuidad de
aquello que queremos hacer con madurez. Igual nos sucede en nuestra vida
espiritual, en el camino de nuestra vida cristiana. Sabemos que tenemos que
mantenernos fuertes y que esa fuerza la obtenemos de la gracia del Señor; es
donde ha de aparecer nuestro verdadero espíritu de oración.
Muchas veces en esos problemas que tenemos en la vida y por los que
oramos con insistencia ante el Señor parece que no terminan de resolverse; es
como si el Señor no nos escuchara o nos pusiera a prueba. Está por una parte
todas esas cosas que nos distraen de la oración, pero está el que nos parece
que no somos escuchados porque no vemos resolverse las cosas como nosotros
quisiéramos. Y nos dejamos, nos abandonamos en nuestra oración, no terminamos
de cogerle el gusto a ese encuentro con el Señor, o ya la hacemos de una fría y
rutinaria.
Es de lo que quiere hablarnos hoy Jesús en su mensaje del evangelio,
aunque lo que hemos venido reflexionando en ese aspecto humano de nuestros
desánimos y nuestros cansancios nos viene muy tenerlo en cuenta en la vida. El
evangelio también nos ayuda a ello, porque en todas las cosas nos es necesaria
la perseverancia porque aquello que queremos conseguir en la vida lo vamos a
hacer desde nuestro esfuerzo, desde un planteamiento maduro de las cosas, y
también contando con una fe madura con la ayuda del Señor.
No podemos estar esperando milagros siempre que hagan que se nos
resuelvan las cosas por si solas, sino que hemos de ser conscientes de ese
esfuerzo personal que siempre hemos de poner. Y es ahí, en ese esfuerzo, en esa
perseverancia donde hemos de saber ver la gracia del Señor que nos ayuda; por
ahí ha de ir el sentido de nuestra oración.
Como decíamos, de eso nos quiere hablar Jesús. Ya el evangelista
apostilla que Jesús para explicar a sus discípulos que tenían que orar siempre
sin desanimarse, les propone esta parábola. Les habla del juez injusto que no
quiere escuchar las suplicas de aquella pobre viuda que le suplicaba una y otra
vez que se le haga justicia; pero la imagen hermosa está en esa perseverancia
de aquella mujer que una y otra vez repetía su petición.
La parábola nos habla de algo así como que el juez cansado con la
insistencia de aquella mujer, al final le concede lo que le pide. Pero el
mensaje nos viene dicho en lo que apostilla Jesús al final. ‘Fijaos en lo que dice el juez injusto;
pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche? ¿o les
dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar’. ¿Cómo no nos va a
escuchar Dios si somos sus elegidos, sus hijos muy amados?
Dios nos escucha; Dios no nos
deja solos y abandonados aunque nos pudiera parecer; Dios está a nuestro lado y
será nuestra fuerza para esa perseverancia, para ese no perder los ánimos. En
esas luchas, esfuerzos de superación, deseos de más y mejores cosas, en ese
compromiso que queremos vivir en la vida y, como decíamos al principio, tantas
veces nos vemos tan cansados que nos parece no tener fuerzas, donde tenemos la
tentación y el peligro del desánimo, la fuerza y la presencia del Señor no solo
hemos de buscarla en la solución de esos problemas o la llegada a buen puerto
de esos deseos que tenemos, sino en esa perseverancia que nos hace seguir
luchando, que nos hace que no perdamos los ánimos aunque todo lo veamos oscuro,
en esa fuerza interior que sentimos para seguir adelante aunque todo nos
pareciera torcido.
Los brazos en alto en nuestra
oración como se nos decía en la primera lectura que mantenía Moisés mientras el
pueblo luchaba. No era simplemente la destrucción de unos enemigos que se
interponían en su camino hacia la tierra prometida, sino que era la
supervivencia de aquel pueblo y el conseguir las metas añoradas; era ese
sentirse fuertes en el Señor para seguir adelante en la construcción de aquella
comunidad. Y lo hacían con Moisés levantando los brazos hacia lo alto para
acudir al Señor, para sentir su presencia, para caminar siempre en su
fidelidad.
Levantemos los brazos hacia lo
alto, levantemos nuestro espíritu hacia el Señor de la vida que nos quiere
llenar de vida. Ese levantar los brazos hacia lo alto en nuestra oración es un estado
de vigilancia para no dejarnos caer, para no dejarnos seducir; es un estado de
esperanza y de fidelidad que queremos mantener, porque toda nuestra confianza
la tenemos puesta en el Señor. Y El no nos defraudará.
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