Bajarnos de nuestras cabalgaduras del orgullo para ponernos a la altura del otro nos hace descubrir quien es nuestro prójimo y lo que hemos de hacer para tener vida de verdad
Gálatas 1,6-12; Sal 110; Lucas
10,25-37
‘Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?’ Es
la eterna pregunta. En el evangelio la vemos repetida en otras ocasiones y no
solo porque se quisiera poner a prueba a Jesús, como sucede en ocasiones, sino
también en quien con buena voluntad llega hasta Jesús querido buscar algo más
para su vida.
Al joven rico Jesús le dice de entrada, cumple los mandamientos; hoy a
este letrado le pregunta Jesús qué es el lo que lee en la ley del Señor. A la
respuesta del letrado respondiendo con las palabras que todo judío devoto se
sabía de memoria y repetía muchas veces al día, Jesús le dice ‘haz esto y
tendrás la vida’.
¿Queremos heredar la vida eterna? ¿Queremos en verdad buscar en la
vida lo que nos lleve a plenitud o, como se dice hoy, a una realización plena
de si mismo? Ama con amor de Dios, cumple el mandamiento del Señor. ‘Haz
esto y tendrás la vida’, alcanzarás la plenitud de tu existencia, te
realizarás plenamente como persona, alcanzarás la vida para siempre, la vida
eterna.
Pero siempre queremos justificarnos, siempre parece que estamos
buscando como una disculpa, un decir es que yo no lo sabía. El letrado quiere
justificarse. ¿Sabrá el quien es el prójimo? Creo que la propia palabra lo dice
y no son necesarias muchas ciencias para saber quien es tu prójimo. Pero
buscamos disculpas, hacemos distinciones, nos cegamos y no nos queremos mirar
sino a nosotros mismos. ¿Será que queremos hacer el camino solo y sin contar
con nadie? ¿Será que solo queremos la vida eterna para mi mismo y no me
importan los demás? Algunas veces por la manera incluso que vivimos nuestra
religiosidad pudiera dar esa impresión.
‘¿Y quién es mi prójimo?’ pregunta el letrado. Ya conocemos la
respuesta de Jesús. Es la parábola que
seguramente tantas veces habremos meditado pero que necesitamos una vez más, o
quizá muchas veces más, volver a rumiarla allá en el corazón. El hombre
maltratado, herido, tirado al borde del camino. Los caminantes que pasan a su
lado y no quieren mirar, no quieren enterarse, dan rodeos… el sacerdote que iba
con sus prisas al templo, el levita que tendrá que ir también a cumplir sus
obligaciones. ¿Qué es lo que estaba primero en aquel momento? ¿Qué era en
verdad lo principal?
También nosotros tantas veces tenemos nuestras prisas, tenemos que
hacer tantas cosas que no queremos mirar al que está a nuestro lado herido
quizá también por muchas cosas y al que habremos puesto al borde del camino, al
borde de la vida. Y nos creemos buenos y cumplidores, y hasta muy religiosos,
pero nos faltan sentimientos en nuestro corazón, hemos perdido la capacidad de
la ternura, de la misericordia, de la compasión para sentir el dolor del
hermano que está a nuestro lado. Ya nosotros tenemos con lo nuestro pensamos en
tantas ocasiones; ya yo hago alguna cosa buena a los demás y todo tiene su
limite y su tiempo, pensamos. ¡Cuántos rodeos damos en la vida, cuantas miradas
rehuimos, cuantas veces apresuramos nuestros pasos!
Fue necesario que llegara aquel buen samaritano. También iba a sus
cosas, a sus negocios, a sus ocupaciones, pero se detuvo, se bajó de su cabalgadura y se puso a la altura
del que estaba tirado en el suelo. Necesitamos aprender a abajarnos para
ponernos de verdad a la altura del otro hermano. Lo curó, lo montó en su
cabalgadura, buscó donde pudieran hacer por aquel hombre, puso todo lo suyo a
disposición así como se había puesto él. Nos cuesta hacerlo, no sabemos
hacerlo, no queremos quizá aprender a hacerlo.
Podíamos seguir haciendo muchas más consideraciones. Pero
preguntémonos también nosotros ‘¿Cuál de estos tres te parece que se portó
como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?’ Pero más bien
preguntemos si somos capaces de hacer nosotros también lo mismo.
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