Necesitamos aprender a encontrar la paz y la serenidad que nos abra a lo bueno que podamos recibir del encuentro con los demás y que además dará trascendencia a nuestra vida
Gálatas 1,13-24; Sal 138; Lucas
10, 38-42
Una escena que nos llena de paz y serenidad la que contemplamos hoy en
el evangelio. Era el hogar de Betania; allí tres hermanos, Lázaro, Marta,
María. Un lugar donde Jesús encontraba descanso y sosiego, en la orilla del
camino que desde Jericó subía a Jerusalén; un camino frecuentado por los peregrinos
que desde Galilea, bajando por el valle del Jordán para evitar el paso por
Samaria donde no eran bien acogidos, hacían para llegar a Jerusalén; un lugar
cercano a la ciudad santa donde veremos volver una y otra vez a Jesús a
descansar en medio de las tareas de su anuncio del Reino; un momento como el
que hoy contemplamos en el evangelio.
Una escena que nos evoca, a mí al menos me sucede así, esos momentos
de paz en el hogar con la familia reunida, la madre quizá atareada en las
labores de costura o de limpieza, el padre descansando de las tareas del día y
echando una mano para remediar alguna necesidad del hogar, los hijos por acá o
por allá entretenidos en sus cosas, mientras la conversación discurre
placentera comentado los sucesos del día. Y envolviéndolo todo una paz
indescriptible, una sensación de hogar, un cariño que se hace palpable y se
siente en las miradas, en las palabras, también en los silencios.
Quizá la descripción que he presentado nos pueda sonar a otros
tiempos, pero el mensaje que en ello quiero trasmitir es algo que siempre
podemos vivir; hagamos unos trabajos u otros, tengamos unos entretenimientos u
otros, creo que es necesario saber volver a encontrarnos las personas y ¿qué
mejor sitio para aprenderlo que el hogar?
Vivimos en medio de los ajetreos de la vida, pero hemos de saber
encontrar lo que es lo mejor, siempre hemos de saber encontrar y saber mantener
la paz del espíritu, la paz del encuentro con el otro, la convivencia en la que
todos sabemos dar y por eso mismo todos nos vemos enriquecidos con lo de los
demás.
Los agobios y los ajetreos tienen el peligro de hacernos egoístas y
encerrarnos en nosotros, por eso hemos de saberle dar serenidad a la vida que
es al tiempo abrirnos a los demás, como abrirnos a la trascendencia, al
misterio.
Saber detenernos, saber escuchar, saber quizá estar momentos sin hacer
nada pero que nos lleven a pensar, a reflexionar, a escuchar allá en nuestro
interior o a eso hermoso que cualquiera nos pueda trasmitir y que en nuestras
prisas y agobios nos perdemos tantas veces. Es una lástima cuantas cosas
hermosas pudieran llegar a nuestra vida si viviéramos sin prisas ni agobios
para saber detectar eso bueno que hay en los demás y que los demás nos pueden
trasmitir.
Busquemos, sí, la mejor parte, y en este caso la que nos abra al
misterio de Dios que se quiere hacer presente en nuestra vida y llenarnos de su
paz. No vivamos ajetreados sino con paz en el corazón escuchemos a Dios.
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