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domingo, 5 de junio de 2016

Jesús viene al encuentro de nuestra vida llena de sombras para llenarnos de luz y hacer que nosotros vayamos a los demás con nuestra solidaridad a despertar la esperanza

Jesús viene al encuentro de nuestra vida llena de sombras para llenarnos de luz y hacer que nosotros vayamos a los demás con nuestra solidaridad a despertar la esperanza

1Reyes 17,17-24; Sal. 29; Gálatas 1,11-19; Lucas 7,11-17
Dos gentíos se encuentran a las puertas de la ciudad; un grupo de gente que va con sus duelos y tristezas, con el dolor de la muerte y el sufrimiento de la soledad y del abandono que sale de la ciudad acompañando a una madre viuda que llora la muerte de su único hijo al que llevan a enterrar. Pero en el grupo que se acerca a la ciudad reina la paz y reina la vida, van llenos de esperanza porque han sido testigos de las obras de Jesús y han escuchado las palabras de vida que siembran una nueva esperanza en los corazones.
Es el encuentro de nuestra vida, nuestra vida humana tan llena de dolores y de sufrimientos, nuestra vida en la que se asientan tantas veces la desesperanza y la soledad, nuestra vida tan llena de sombras de muerte que muchas veces nos hace que todo parezca lúgubre y triste, con el que es la Vida que viene a nuestro encuentro con una Buena Nueva que nos habla de un Reino de vida, de paz, de amor que todo lo puede transformar.
Tenemos el peligro de ir tan metidos en nuestras tristezas y desesperanzas que no lleguemos a vislumbrar los rayos nuevos de luz que quieren iluminarnos de una manera nueva, como le sucedió a la Magdalena a la puerta del sepulcro donde habían puesto el cuerpo muerto de Jesús. Como entonces ahora también Jesús nos sale al encuentro con palabras de vida, pero con la vida misma que va a renovar nuestra vida. Es el amor y la compasión que viene a nuestro encuentro, es la misericordia divina que pone su corazón lleno de amor junto a nuestras miserias y tristezas, nuestros duelos y nuestras muertes.
Jesús se conmovió al contemplar el dolor de aquella madre. ‘No llores’, le dijo a la madre. No era solo la muerte del hijo, sino que el corazón de aquella madre estaba roto y muerto en sus nuevas soledades que le impedían quizá ver los rayos fulgurantes de luz que a ella estaban llegando. Las palabras de consuelo de Jesús podían resonar con ese sentido en sus oídos y en su corazón y eran de agradecer, pero ¿cómo no iba a llorar cuando las sombras de la muerte envolvían su vida? Ella necesitaba algo más y Jesús se lo iba a ofrecer. La comitiva se detuvo. La Palabra de Jesús resonó con fuerza: ¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!’ Y el muchacho se levantó y Jesús se lo entregó a su madre.
Primero que nada escuchando esta Palabra de Jesús hemos de sentir cómo Jesús llega a nuestra vida. También tenemos nuestros sufrimientos, nuestras soledades, quizá angustias en nuestra alma, heridas en el corazón que algunas veces nos cuesta curar, dudas y oscuridades que nos ensombrecen el camino de la vida, desencuentros con los más cercanos a nosotros que nos pudieran llenar de sufrimiento el corazón, lágrimas que de una forma o de otra tantas veces nos aparecen en la vida.
Hoy el evangelio habla de un gentío que acompañaba a aquella mujer, de la misma manera que otros iban con Jesús. Ese gentío que acompañaba nos tendría que hacer ver, recordar, abrirnos los ojos para darnos cuenta de los que están a nuestro lado aunque nos parezca que andamos solos. Si nos encerramos demasiado en nuestro dolor no seremos capaces de reconocerlos ni de escuchar esas palabras de consuelo o descubrir esos gestos de solidaridad que tengan con nosotros. Creo que puede ser un mensaje que también podría dejarnos este pasaje del evangelio; saber ver y saber agradecer a tantos que quizá en silencio nos acompañan porque no saben encontrar la palabra oportuna que decirnos, pero que sin embargo ahí están.
Pero después de sentir como Jesús a nosotros también nos devuelve la vida, la ilusión, la esperanza porque también nos tiende su mano salvadora para levantarnos, quizá tendríamos que descubrir lo que nosotros tendríamos que saber hacer. Hablamos antes no solo de nuestra situación personal sino de esa situación de nuestro mundo tan lleno de sombras de muerte y de tristeza. Por una parte la solidaridad; que se nos conmueva el corazón, que sintamos como se nos revuelven nuestras entrañas y sale a flote toda nuestra ternura.
Ahí al lado de ese mundo que sufre tenemos que estar nosotros, tenemos que ser signos de ese amor de Dios. No podemos cruzarnos de brazos sino tenemos que ponernos en camino, silencioso quizá en algunas ocasiones, pero siempre tiene que gritar nuestra caridad, nuestro amor; gritos en nuestros gestos, en nuestra cercanía, en nuestro compartir, en ese ser capaces también de sensibilizar a los demás, porque esa es una de las negruras de nuestro mundo. No podemos decir que aquí tenemos problemas para cerrar los ojos ante los problemas que quizá nos puedan parecer más lejos. Nuestros gestos o nuestra presencia tienen que ser gritos que despierten a tantos dormidos en su insensibilidad.
También nosotros podemos tender nuestra mano para levantar, para animar, para dar esperanza, para consolar, para ayudar, para transformar. Que el Señor nos dé esa sensibilidad a nuestro corazón.

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