Jesús viene al encuentro de nuestra vida llena de sombras para llenarnos de luz y hacer que nosotros vayamos a los demás con nuestra solidaridad a despertar la esperanza
1Reyes 17,17-24; Sal. 29; Gálatas 1,11-19;
Lucas 7,11-17
Dos gentíos se encuentran a las puertas de la ciudad; un grupo de
gente que va con sus duelos y tristezas, con el dolor de la muerte y el
sufrimiento de la soledad y del abandono que sale de la ciudad acompañando a
una madre viuda que llora la muerte de su único hijo al que llevan a enterrar.
Pero en el grupo que se acerca a la ciudad reina la paz y reina la vida, van
llenos de esperanza porque han sido testigos de las obras de Jesús y han
escuchado las palabras de vida que siembran una nueva esperanza en los
corazones.
Es el encuentro de nuestra vida, nuestra vida humana tan llena de
dolores y de sufrimientos, nuestra vida en la que se asientan tantas veces la
desesperanza y la soledad, nuestra vida tan llena de sombras de muerte que
muchas veces nos hace que todo parezca lúgubre y triste, con el que es la Vida
que viene a nuestro encuentro con una Buena Nueva que nos habla de un Reino de
vida, de paz, de amor que todo lo puede transformar.
Tenemos el peligro de ir tan metidos en nuestras tristezas y
desesperanzas que no lleguemos a vislumbrar los rayos nuevos de luz que quieren
iluminarnos de una manera nueva, como le sucedió a la Magdalena a la puerta del
sepulcro donde habían puesto el cuerpo muerto de Jesús. Como entonces ahora
también Jesús nos sale al encuentro con palabras de vida, pero con la vida
misma que va a renovar nuestra vida. Es el amor y la compasión que viene a
nuestro encuentro, es la misericordia divina que pone su corazón lleno de amor
junto a nuestras miserias y tristezas, nuestros duelos y nuestras muertes.
Jesús se conmovió al contemplar el dolor de aquella madre. ‘No
llores’, le dijo a la madre. No era solo la muerte del hijo, sino que el corazón
de aquella madre estaba roto y muerto en sus nuevas soledades que le impedían
quizá ver los rayos fulgurantes de luz que a ella estaban llegando. Las
palabras de consuelo de Jesús podían resonar con ese sentido en sus oídos y en
su corazón y eran de agradecer, pero ¿cómo no iba a llorar cuando las sombras
de la muerte envolvían su vida? Ella necesitaba algo más y Jesús se lo iba a
ofrecer. La comitiva se detuvo. La Palabra de Jesús resonó con fuerza: ‘¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!’ Y el muchacho se levantó y Jesús se lo entregó a su
madre.
Primero que nada escuchando esta Palabra de Jesús hemos de sentir cómo
Jesús llega a nuestra vida. También tenemos nuestros sufrimientos, nuestras
soledades, quizá angustias en nuestra alma, heridas en el corazón que algunas
veces nos cuesta curar, dudas y oscuridades que nos ensombrecen el camino de la
vida, desencuentros con los más cercanos a nosotros que nos pudieran llenar de
sufrimiento el corazón, lágrimas que de una forma o de otra tantas veces nos
aparecen en la vida.
Hoy el evangelio habla de un gentío que acompañaba a aquella mujer, de
la misma manera que otros iban con Jesús. Ese gentío que acompañaba nos tendría
que hacer ver, recordar, abrirnos los ojos para darnos cuenta de los que están
a nuestro lado aunque nos parezca que andamos solos. Si nos encerramos
demasiado en nuestro dolor no seremos capaces de reconocerlos ni de escuchar
esas palabras de consuelo o descubrir esos gestos de solidaridad que tengan con
nosotros. Creo que puede ser un mensaje que también podría dejarnos este pasaje
del evangelio; saber ver y saber agradecer a tantos que quizá en silencio nos
acompañan porque no saben encontrar la palabra oportuna que decirnos, pero que
sin embargo ahí están.
Pero después de sentir como Jesús a nosotros también nos devuelve la
vida, la ilusión, la esperanza porque también nos tiende su mano salvadora para
levantarnos, quizá tendríamos que descubrir lo que nosotros tendríamos que
saber hacer. Hablamos antes no solo de nuestra situación personal sino de esa
situación de nuestro mundo tan lleno de sombras de muerte y de tristeza. Por
una parte la solidaridad; que se nos conmueva el corazón, que sintamos como se
nos revuelven nuestras entrañas y sale a flote toda nuestra ternura.
Ahí al lado de ese mundo que sufre tenemos que estar nosotros, tenemos
que ser signos de ese amor de Dios. No podemos cruzarnos de brazos sino tenemos
que ponernos en camino, silencioso quizá en algunas ocasiones, pero siempre
tiene que gritar nuestra caridad, nuestro amor; gritos en nuestros gestos, en
nuestra cercanía, en nuestro compartir, en ese ser capaces también de
sensibilizar a los demás, porque esa es una de las negruras de nuestro mundo.
No podemos decir que aquí tenemos problemas para cerrar los ojos ante los
problemas que quizá nos puedan parecer más lejos. Nuestros gestos o nuestra
presencia tienen que ser gritos que despierten a tantos dormidos en su
insensibilidad.
También nosotros podemos tender nuestra mano para levantar, para
animar, para dar esperanza, para consolar, para ayudar, para transformar. Que
el Señor nos dé esa sensibilidad a nuestro corazón.
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