La gloria del Señor es que nosotros compartamos ese sabor de Cristo que en el evangelio hemos encontrado con el mundo que nos rodea
1Reyes
17,7-16; Sal. 4; Mateo 5,13-16
Cuando descubrimos algo que es importante en la vida no solo nos
enriquecemos nosotros de ese bien que hemos encontrado sino que en un sentido
verdaderamente humano de nuestro existir eso tratamos de comunicarlo o de
compartirlo con los demás. Lo contrario seria una actitud egoísta en la que
pretenderíamos hacernos dueños absolutas de ese bien descubierto lo cual le
quitaría verdadera humanidad a nuestra relación con los demás.
En el anuncio que Jesús nos va haciendo del Reino de Dios ayer
escuchábamos que nos quería dichosos y felices, ayudándonos a encontrar ese
sentido y valor de lo que vivimos aunque fuera en la dureza de las
dificultades, pobrezas o sufrimientos. Descubrir ese camino de felicidad que Jesús
nos propone es encontrar ese tesoro escondido por el que merece la pena
sacrificarlo todo pero que además no tendríamos que quedarnos de forma egoísta
con él sino que tendríamos que ayudar a los demás a que también encuentren ese
hermoso sentido de la vida.
Por eso nos dice hoy Jesús que hemos de ser sal; hemos encontrado el
sabor de nuestra existencia porque encontrar ese sentido de vida que nos ayuda
a ser felices de verdad nos ayuda a saborear nuestro ser y nuestro vivir; es la
sabiduría de Dios que Jesús quiere trasmitirnos. Pero nos dice que tenemos que
ser sal, que dar sabor no solo a nuestra vida sino de cuantos nos rodean. No podemos
ser sal que no da sabor, porque eso no tendría sentido; la sal que pierde sus
cualidades para nada vale e incluso allá donde la tiráramos estaríamos haciendo
daño a la vida. Tenemos el buen sabor de Cristo que ese sí que tenemos que
trasmitirlo a los demás. ‘Vosotros sois la
sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?’
En
este mismo sentido nos propone otra imagen, la luz. La luz no es para
ocultarla; es para iluminarnos pero también para iluminar a los demás. Quien
está envuelto de luz no se puede ocultar; se convierte en luz para los demás
también. ‘Vosotros sois
la luz del mundo, nos dice Jesús.
No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se
enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el
candelero y que alumbre a todos los de casa’.
Cuando encontramos a Cristo encontramos
la luz; pero encontrarse con la luz no es encontrarse con algo que se queda al
margen o fuera de nosotros, sino que cuando nos encontramos con la luz nos
envolvemos de ella, nos llenamos de luz, y esa luz nos iluminará el camino;
pero envueltos de luz, como decíamos, nosotros seremos también luz. El mensaje
del evangelio que encontramos no nos lo podemos quedar para nosotros, no lo
podemos encerrar ni ocultar, sino que necesariamente hemos de iluminar a los
demás con su luz.
¿Cómo se manifiesta que nosotros hemos
encontrado esa luz? Es que cuando estamos iluminados por la luz de Cristo ya
nuestra vida no es igual, nuestras obras son distintas, nuestro actuar es de
otra manera, nuestro vivir es otro. Por eso terminará diciéndonos Jesús hoy
cómo tenemos que iluminar con nuestras obras, con nuestra vida. ‘Alumbre así
vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a
vuestro Padre que está en el cielo’.
Nuestra vida siempre tiene que buscar
la gloria del Señor. Encontrarnos con ese sabor de Cristo, ese nuevo sentido de
nuestro vivir nos tiene que llevar a dar siempre gloria al Señor.
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