El camino que el creyente va haciendo día a día rodeado de sus limitaciones y esperanzas pero sintiéndose regalado por el amor del Señor
Deuteronomio
8, 7-18; Salmo: 1 Cro 29, 10; 2Corintios 5, 17-21; Mateo 7, 7-11
El creyente no es solo el que recita una fórmula de
profesión de fe, sino el que hace de esa fe el sentido de su vivir. Ser
creyente no es solo un acto intelectual donde proclamamos unas verdades que son
fundamentales sobre la existencia de Dios, sino que el creyente ha de sentir y
vivir en si mismo, en su propia vida esa existencia de Dios, esa presencia de
Dios. Lo formularemos con un credo donde se contengan esas verdades, pero lo
hemos de expresar en el sentido de nuestra vida y de nuestra existencia.
Creemos, sí, en el Dios infinito, todopoderoso y
creador pero vivimos a ese Dios que es amor y que se hace sentir en la vida y
en la historia del hombre. No somos creyentes solo cuando recitamos la fórmula
de un credo en una celebración religiosa, sino cuando en la experiencia de la
vida, en el caminar de la vida vamos sintiendo la presencia llena de amor de un
Dios que es nuestro Padre y nos ama y que nos salva.
El verdadero creyente lo es en todo momento de su vida,
no solo cuando nos encerramos tras las paredes de un templo o cuando hagamos nuestras
oraciones personales en el silencio de nuestro corazón. En todo momento, en
todo lo que hace y en todo lo que sucede el creyente ve la mano de Dios,
escucha la voz de Dios que le dice en su corazón que le ama y va respondiendo
en todo momento con la propia ofrenda de amor de su vida.
En este día la liturgia de la Iglesia nos ofrece una
especial celebración - las témporas - que dentro del ritmo de año y de la vida
nos viene a recordar cómo siempre hemos de tener viva esa presencia del Señor
en nosotros y en nuestra historia. Témporas de acción de gracias y de petición
es el título que se da a esta conmemoración. Y es que la primera respuesta de
amor que hacemos a esa inmensidad del amor de Dios sobre nosotros que se
manifiesta en nuestra historia y en los acontecimientos de cada día es la
acción de gracias.
El creyente ha de ser hombre de memoria para recordar
continuamente esa acción de Dios en su vida y en su historia. Esa memoria
agradecida de esa acción de Dios es algo que ha de estar siempre presente en
nosotros. Es bueno recordar la historia de la salvación no solo en los grandes
pasos en los que Dios se nos manifestó en Cristo Jesús para redimirnos, sino en
esa historia de la salvación, diríamos personal, en la que cada uno recuerda
esos momentos de su vida donde ha sentido de manera especial esa acción de
Dios. Y claro, ha de surgir la acción de gracias.
Pero llamamos a las témporas también días de petición,
porque somos concientes de nuestra debilidad e impotencia por nosotros mismos y
en ese camino de la vida necesitamos de la protección de Dios, de la gracia de
Dios que nos acompañe y nos fortalezca. Así surge nuestra oración, en este
caso, de petición por nosotros y nuestras necesidades, pero por nuestro mundo,
por toda la humanidad con sus problemas, y por la Iglesia.
Una oración de petición que se haría casi interminable
porque son tantas las necesidades y los problemas que no acabaríamos nunca de
presentarlos al Señor. Pero dediquemos tiempo para ir repasando esos problemas
de nuestro mundo con sus injusticias, sus miserias, sus violencias, sus
guerras, sus discriminaciones y con tantos odios con que los hombres una y otra
vez nos enfrentamos. Dediquemos un tiempo a hacer memoria de la Iglesia y de
sus necesidades para presentarla delante del Señor, y no podemos olvidar este
momento eclesial que estamos viviendo con la renovación promovida por el Papa
Francisco ni a los Obispos reunidos hoy mismo en Sínodo en Roma para tratar de
los problemas de la familia y ofrecernos la luz que necesitamos.
Pero en esa petición hay algo que no puede faltar que
es la petición de perdón. Nos sentimos débiles y pecadores. Al lado de toda la
historia de gracia de la salvación de Dios en nuestra vida, está nuestra
historia de debilidades y pecados. Pero la misericordia de Dios es más poderosa
que todas nuestras miserias. Nos presentamos ante el Señor sintiéndonos
pecadores y queriendo llenarnos hasta rebosar de la misericordia del Señor.
Es el camino del creyente va haciendo día a día con sus
limitaciones y con sus esperanzas, pero sintiéndose en todo momento regalado
por el amor del Señor. A todo esto nos ayuda la Palabra del Señor que hoy se
nos ofrece y que invito a leer y meditar de nuevo.
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