Estamos llamados a la comunión e interrelación con el otro que rompe soledades y nos lleva por caminos de plenitud
Génesis 2, 18-24; Sal. 127; Hebreos 2, 9-11; Marcos 10, 2-16
La soledad es como la loza de una tumba oscura que si
cae sobre nosotros nos hace perder todo sentido y todo valor de aquello que
vivimos o que hacemos. No está hecho el hombre, la persona para la soledad.
Desde lo más intrínseco de nuestro ser estamos llamados a la comunicación y a
la comunión, aunque luego como consecuencia de nuestras propias limitaciones y
de los orgullos que dejamos meter en nuestra vida algunas veces se nos pueda
hacer difícil.
Necesitamos estar, o más aun, ser para alguien, para el
otro, para los demás. En la soledad decimos que nos aburrimos, o lo que es lo
mismo parece que todo carece de sentido. Podemos buscar la soledad en un
momento determinado porque quizá necesitamos centrarnos dentro de nosotros
mismos pero pronto nuestro ser tiende a abrirse a los demás, a ir al encuentro
con el otro, a entrar en comunicación y más aun en comunión con nuestros
semejantes.
Cuando vemos a alguien que dice que prefiere la
soledad, que trata de aislarse de los otros para vivir su vida sin esa
interdependencia con los otros, decimos que es un bicho raro o que está
caminando a contracorriente de lo que es su ser más hondo. Es difícil que en
esa situación se sea verdaderamente feliz, porque tendría que saber buscar ese
sentido de su ser para los demás aunque en determinados momentos o situaciones
viva a solas.
Pero la soledad no la podemos llenar con cosas. En las
cosas tendrá una utilización, pero no la valdrán para el encuentro. Tampoco
cualquier ser vivo puede llenar la soledad de la persona, porque esa comunión y
comunicación tiene mucho de personal, y entonces será el encuentro de la
persona con la persona donde se establezca esa relación personal. Nos
encontramos en la vida quienes quieren llenar sus soledades en la posesión de
las cosas o en la compañía de los animales. No es el camino que nos lleve a una
plenitud de nuestro ser y a esa relación personal que necesitamos desde lo más
hondo de nosotros mismos.
Muchos pensamientos y reflexiones surgen al hilo del
pensamiento de la soledad de la persona. ‘No
está bien que el hombre esté solo’, se dice Dios en el paraíso después de
haber creado a su criatura preferida, el hombre. ‘Voy a hacer alguien como él que le ayude’. Y nos habla de la
creación de todos los seres vivos que Dios va presentando al hombre para que le
ponga nombre. Es una expresión de posesión el dar nombre a algo o a alguien.
Pero nada de todos aquellos animales, como antes ninguna de las otras cosas
creadas, da satisfacción al corazón del hombre para hacerle salir de su
soledad.
Será cuando aparezca la mujer - hemos de saber entender
las imágenes de la creación que nos propone el Génesis como una forma de hablar
- cuando el hombre llegue a encontrarse de verdad con un ser semejante a él con
quien pueda entrar en comunicación y en comunión. ‘¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!’, dirá
Adán llamando a la mujer Eva.
Nos aparece la sentencia que será base y fundamento de
lo que es el matrimonio pero que viene a expresar esa nueva comunión entre los
seres humanos que romperá todas las soledades. Se rompe la soledad no solo
porque puede estar ya con alguien sino porque además ya la vida y la existencia
adquieren un nuevo sentido y valor al ser también para alguien en esa comunión
e interrelación que se crea entre los seres humanos.
Nada tendría que romper esa nueva interrelación entre
los seres humanos que le llevaría de nuevo a la soledad. Se han entendido
siempre estas palabras en relación a esa unión entre el hombre y la mujer que
llamamos matrimonio, pero más profundamente nos está hablando de esa comunión
que tendría que haber siempre entre todos los seres humanos.
En el evangelio hemos escuchado a los fariseos que
vienen a preguntarle a Jesús sobre el tema del divorcio. Les recuerda Jesús las
palabras del Génesis que manifiestan la voluntad y el designio de Dios desde la
creación para todo el género humano. ‘No
son dos sino una sola carne y lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre’,
termina sentenciando Jesús.
Pero hay algo importante que les dice Jesús en
referencia a que Moisés permitió en algunas circunstancias el divorcio. ‘Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés
este precepto’, les dice. La terquedad que se puede traducir en muchas
posturas y actitudes, en muchos contravalores que podemos dejar meter en el
corazón que nos destrozan y que nos dividen.
Es el orgullo que se mete en nuestra vida y que nos aísla
y que nos separa de los demás; todo lo que sea creernos superiores a los otros,
convertirnos en reyes y señores de todos para que prevalezca siempre mi propia
voluntad, las insolidaridades que nos hacen olvidarnos de los otros para pensar
solo en nosotros mismos, el egoísmo avaricioso en que todo lo quiero para mi
porque me creo merecedor de todo, y así podríamos seguir diciendo muchas más
cosas, nos destruyen desde lo más hondo de nosotros mismos y van creando
rupturas en nuestro entorno con aquellos con los que tendríamos que convivir. Y
hacemos referencia al matrimonio y a las causas de tantas rupturas, pero
podemos hacer referencia a todo lo que va creando barreras con aquellas
personas de nuestro entorno.
No podemos vivir en soledad, pero a causa de nuestra
terquedad volvemos a encerrarnos en ella aislándonos de la comunión y
comunicación que tendríamos que vivir con los demás. Creo que podríamos sacar
muchas consecuencias de esta reflexión para nuestra vida de cada día y para esa
mutua interrelación que habríamos de vivir con los demás. Cuidemos de no caer
de esa manera en las redes de la soledad.
En el camino de nuestra vida cristiana no vamos solos,
porque siempre hemos de vivir esa comunión de amor fraterno como nos enseñó
Jesús; pero ese camino de nuestra vida cristiana sabemos que tenemos de nuestra
parte al Espíritu del Amor que nos dará fuerzas y sabiduría para saber vivir
esa comunión de amor que ha de ser toda vida.
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