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domingo, 11 de enero de 2015

Al celebrar el Bautismo del Señor recordamos con gozo que nosotros sentimos también que Dios nos ama y nos llama hijos.

Al celebrar el Bautismo del Señor recordamos con gozo que nosotros sentimos también que Dios nos ama y nos llama hijos.


Celebramos hoy la fiesta del Bautismo del Señor con la que se culminan todas las fiestas de la Navidad y la Epifanía del Señor. Siempre nos preguntamos qué significado tiene este hecho en la vida de Cristo porque ni necesitaba el bautismo penitencial de Juan ya que en El no había pecado, ni tampoco el bautismo que nosotros recibimos que precisamente en su nombre a nosotros nos hace hijos de Dios.
Quiso Jesús, decimos, ponerse en la fila de los pecadores que se acercaban a Juan porque cargaba con nuestros pecados. Daría pie para que luego Juan lo pudiera señalar como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, precisamente tras toda la manifestación de la gloria de Dios que en el momento del bautismo se realizó.  Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu es el que viene a bautizar en el Espíritu se le había revelado a Juan. Luego el Bautista daría testimonio de ello.
El relato evangélico de Marcos que escuchamos en este ciclo es muy parco en palabras. Nos dirá que ‘apenas Salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia El como una paloma. Se oyó una voz del cielo: Tú eres mi hijo amado, mi predilecto’.
Recordemos la experiencia que cualquiera de nosotros haya tenido en algún momento en que se nos haya dicho que se nos ama, que se nos quiere. Recordemos la experiencia que habremos tenido con toda seguridad cuando hemos escuchado a nuestro padre que nos decía, ‘hijo, te quiero’. Serán palabras que llevaremos grabadas para siempre en lo más hondo de nuestro corazón y que nunca olvidaremos.
Es lo que oyó Jesús decir desde la voz del Padre del cielo: ‘¡Tú eres mi hijo amado!’ Será la palabra que Jesús llevará para siempre marcada en su vida sintiéndose amado del Padre y que será su fuerza y su vida para toda la misión que había de realizar. ¡Padre! decía Jesús en su oración. Se lo oiremos repetir en muchos momentos del evangelio. El Padre al que se sentía unido en el amor - no olvidemos que el amor es el que hace la unidad de las tres divinas personas en la Santísima Trinidad - porque no venía sino a hacer su voluntad.
Es la Palabra que le llevará hasta la Pascua, y aunque le cueste realizar su voluntad, siempre la voluntad del Padre está por encima de todo, porque es la voluntad del que le ama. ‘No se haga mi voluntad sino la tuya’. Y aunque en un momento gritará clamando a Dios con el salmo porque siente la soledad de la pasión, finalmente terminará poniéndolo todo en las manos del Padre. ‘En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu’.
Es la Palabra que también nosotros podemos y tenemos que decir, porque antes también nos hemos sentido llamados hijos amados de Dios. En esto consiste el amor, nos dirá san Juan, en que Dios nos amó primero. Qué gozo sentirnos amados de Dios; qué gozo sentirnos hijos de Dios, a quienes Dios ama como cantamos también con los ángeles en la liturgia.
Es lo que tenemos que vivir. Es donde vamos a encontrar la fuerza para vivir cada momento de nuestra existencia aunque también muchas veces humanamente sintamos nuestras soledades y aunque nos duela el corazón. Pero sabemos que alguien no nos abandona nunca porque nos ama: es Dios que es nuestro Padre. Es lo que tenemos que manifestar también con nuestra forma de vivir; es el testimonio que hemos de dar ante el mundo que nos rodea.
Contemplamos el Bautismo de Jesús y comprendemos mejor su significado y su sentido. Recordamos nuestro bautismo desde el cual también nosotros comenzamos a sentirnos hijos amados de Dios. Al celebrar el Bautismo del Señor recordamos con gozo que nosotros sentimos también que Dios nos ama y nos llama hijos. Vivamos en consecuencia.

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