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lunes, 1 de diciembre de 2014

Anhelamos la vida eterna y deseamos ese encuentro en plenitud y para siempre con el Señor

Anhelamos la vida eterna y deseamos ese encuentro en plenitud y para siempre con el Señor

Is. 2, 1-5; Sal. 121; Mt. 8, 5-11
‘Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob… ve, caminemos a la luz del Señor’. Hermosa invitación que escuchamos ya desde el inicio del Adviento. ‘Caminemos a la luz del Señor… El nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas…’ ¡Qué mejor invitación podemos escuchar!
Como reflexionamos desde el primer momento del Adviento, es una invitación a la esperanza. Hemos de estar preparados porque viene el Señor y como tenemos la seguridad de su venida estamos alertas y atentos con esperanza, y con el gozo que nos da la esperanza cuando sabemos que lo que esperamos es bueno. El que espera no vive con tristeza y amargura; está pregustando la paz que va a encontrar. En la esperanza ya vamos pregustando el gozo y la alegría de lo bueno que vamos a encontrar. Como el que sabe que le van a ofrecer una suculenta y gustosa comida, que de solo pensarlo se le hace la boca agua.
¿No tendría que hacérsenos la boca agua y hasta, como se suele decir, derretirnos por dentro por el gozo y la dicha que vamos a encontrar en el Señor? Ese momento final no es la puerta de un abismo que se abre en el que vamos a caer sin saber donde; ese momento final sí es una puerta que se abre pero para el encuentro con Dios en plenitud, porque estamos llamados a la resurrección y a la vida eterna.
Claro que eso tiene unas exigencias para nosotros, estar preparados. Es en lo que la liturgia de la Iglesia nos quiere preparar de manera especial en este tiempo de Adviento. Algunas veces cuando hablamos de preparación pensamos solo en lo más inmediato; claro que eso tenemos que prepararlo, pero pongamos las luces largas para poder ver más allá de eso inmediato del ahora. Es por lo que decimos que los cristianos desde nuestra fe le damos trascendencia a nuestra vida. Sin dejar de hacer el recorrido de cada día pensamos en la eternidad, anhelamos la vida eterna, tenemos el deseo de Dios y de que en un día podamos vivir en plenitud con El.
Por eso este tiempo del Adviento no es solo la navidad ya cercana que hemos de aprender a vivir con verdadero sentido en lo que pensamos y para lo que queremos prepararnos; también lo haremos en su momento; en el Adviento estamos pensando en esa segunda venida del Señor, en ese final de los tiempos y de la historia, en ese encuentro pleno y definitivo con el Señor; para ello queremos prepararnos de verdad. Y queremos que nos encuentre en vela, vigilantes, preparados. Por eso, decía, hemos de poner las luces largas para vislumbrar esa resurrección y vida eterna a la que estamos llamados.
Cuando el camino que ahora vamos haciendo en el día a día de nuestra vida lo vamos haciendo en fidelidad y en amor, no tememos ese momento final aunque reconozcamos también nuestras debilidades y limitaciones. Si vamos poniendo fe y amor significará que queremos hacer ese camino unido a Cristo y todo eso bueno que vayamos haciendo sabemos que en el Señor va a alcanzar plenitud.
De todas maneras el verdadero creyente, el auténtico cristiano sabe vivir su vida queriendo mantener siempre la gracia del Señor, por eso acude continuamente no solo a la oración diaria y a la escucha diaria de la Palabra de Dios como verdadero alimento de su vida, sino que también acudirá a la celebración de los sacramentos que renuevan y alimentan la gracia.
En la vida de un buen cristiano siempre está presente la Eucaristía, pero siempre estará presente también el Sacramento de la Penitencia para ir renovando su vida, reconciliándonos con el Señor, alcanzando ese don del perdón de sus pecados que tanto necesita. Un verdadero cristiano es alguien que ama y desea continuamente los sacramentos.
Lo que hemos escuchado en el evangelio, ¿no lo podemos ver como una imagen del sacramento en el que nos acercamos al Señor, sintiendo que no somos dignos, para que nos sane y para que nos haga llegar su salvación? Aquel hombre quería, aunque no se sentía digno, de que Jesús llegara hasta donde estaba su criado enfermo para que lo curara. ¿No es eso lo que hace el Señor a través del sacramento cuando recibimos el perdón de nuestros pecados?

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