Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer y lo que queremos siempre es la gloria del Señor
Tito, 2, 1-8, 11-14; Sal. 36; Lc. 17, 7-10
Todos tenemos la experiencia de haber hecho alguna vez
o muchas veces un camino con alguien, bien porque hemos ido a algún sitio que
nos ha obligado a caminar juntos un largo trecho, o porque simplemente nos
gusta pasear con personas que apreciamos; y la experiencia bonita son las
conversaciones que se tienen en caminos así hechos juntos, donde mucho se
comparte, se dialoga y se llegar en cierto modo a entrar en una intimidad y
confianza que nos hace expresar mucho de lo que llevamos en el corazón.
He querido comenzar con esta experiencia del camino
juntos, que nos puede valer para muchas cosas, porque en cierto modo es lo que
vemos haciendo Jesús con sus discípulos a lo largo del evangelio. En los textos
que incluso ahora estamos escuchando se nos va describiendo ese camino que va
haciendo Jesús desde Galilea a Jerusalén; ahí Jesús va abriendo su corazón a
los discípulos, de manera especial a aquellos que había escogido para tener más
cerca de sí; a ellos les va anunciando y explicando lo que va a suceder en
Jerusalén, pero a ellos les va ensañando de manera especial en muchos aspectos
de lo que ha de ser la vida de un discípulo. Es lo que venimos escuchando en
estos días.
Hoy una vez más les habla de la necesaria actitud de
servicio que tiene que haber en el discípulo y de la disponibilidad generosidad
del corazón para estar dispuesto a hacer siempre el bien o al cumplimiento de
sus responsabilidades simplemente por el gozo y la satisfacción del servicio o
del deber cumplido. ‘Cuando habéis hecho
lo mandado, decid: somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que
hacer’.
No hacemos el bien buscando reconocimientos humanos o
que nos pongan medallas por lo bueno que hacemos. No hacemos las cosas buenas y
somos serviciales por lo que los demás digan de nosotros. Ya nos enseñará en
otro momento que no sepa la mano izquierda lo que hace la derecha, para
indicarnos cómo no hemos de ir nunca tocando la campanilla delante de nosotros
cuando vayamos a hacer una cosa buena. Ya nos previene bien Jesús para que no
tengamos las actitudes llenas de vanagloria de los fariseos. No he de
importarnos que nos lo reconozcan o no; ya sé que ahí dentro de nosotros están
esos orgullos y ese amor propio donde nos sentimos tentados a esa vanagloria de
los reconocimientos humanos, pero ese no ha de ser el estilo de un cristiano.
Nuestra recompensa la tenemos en el Señor.
No nos quiere decir hoy con lo que nos expresa el
evangelio que no seamos agradecidos a los demás. Ni mucho menos. Es de nobleza
de corazón el ser agradecido hacia aquellos que nos hacen algún bien, tienen
una palabra buena para nosotros o nos ayudan en algo. Tenemos, es cierto, que
aprender a valorar a las personas y a cuanto bueno hacen, o cuanto bueno
recibimos de los demás. Tenemos, es cierto, que ser agradecidos. Eso será algo
que nos saldrá en el evangelio en los próximos días y tendremos también ocasión
de reflexionarlo.
Hoy más bien nos quiere hablar el evangelio de esa
actitud de humildad y de ese espíritu de servicio y disponibilidad que ha de
haber en nosotros sin importarnos las recompensas o los reconocimientos humanos,
o que sean agradecidos con nosotros por lo que hacemos. Ha de primar mucho en
nuestra vida ese espíritu de humildad para que no nos importe si son o no son
agradecidos con nosotros. ‘Somos unos
pobres siervos…’ y nuestra misión es servir. Y con nuestro servicio lo que
queremos siempre es dar gloria al Señor.
Aprendamos de María, la humilde esclava del Señor,
siempre disponible para los demás, y cuando reconocen en ella las maravillas
que Dios va haciendo en su vida, ella lo revierte todo en alabar al Señor, en
cantar la gloria del Señor. Así nosotros
tenemos que saber decir, desde lo más hondo del corazón, que todo lo hacemos
siempre para la gloria del Señor.
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