Una confesión de fe con profundo sentido eclesial pero una manifestación de que somos signos de la presencia de Dios
Ez. 47, 1-2.8-9.12;
Sal. 45; 1Cor. 3, 9-11.16-17; Jn. 2, 13-22
‘He aquí la morada de Dios entre los
hombres: ellos serán su pueblo y “Dios con ellos” será su Dios… Pueblo
convocado por el Verbo de Dios, pueblo reunido en torno a Cristo, pueblo que
escucha a su Dios: Iglesia del Señor. Templo construido por profetas y apóstoles, templo en que Cristo es la piedra angular…
Iglesia del Señor…’
Es un canto que quizá muchas veces hemos cantado y que nos ha introducido
hoy a la celebración de la Eucaristía del domingo, día del Señor, pero en que
tenemos como celebración especial la Dedicación de la Catedral de Roma, la
Basílica de san Juan de Letrán y que es la Sede del Obispo de Roma, en
consecuencia la Sede del Papa. Por eso la liturgia de la Iglesia lo quiere
celebrar con especial solemnidad por todo lo que significa esta fiesta para
toda la cristiandad.
Aparte de la profunda connotación eclesial que tiene esta celebración
donde queremos sentirnos en comunión con la Iglesia universal y en consecuencia
sentirnos en comunión con quien en nombre de Cristo es el Pastor toda la Iglesia
es un momento propicio para hacer una profunda profesión de fe en Cristo y en
su Iglesia. Como Pedro en aquel momento que lo reconoció como el Mesías de
Dios, el Ungido del Señor, el Hijo de Dios en quien teníamos toda nuestra
salvación. Y no podemos olvidar que tras esa confesión de fe de Pedro está el
anuncio de Jesús de la constitución de la Iglesia. ‘Tú eres Pedro y sobre esta piedra construiré la Iglesia’.
Por eso la fe de Pedro nos mantiene unidos y en comunión con los hermanos;
la fe de Pedro nos llama y nos congrega; la fe de Pedro va a ayudarnos a
mantener y conservar nuestra fe como le dijo Cristo que había de animar la fe
los hermanos. Por eso sentirnos en comunión con la Iglesia es garantía de
mantenernos en fidelidad, de seguir los caminos que nos señaló el Señor. Si
estamos con Pedro, Cristo estará con nosotros, nos atrevemos a decir. ‘Mantente firme para que confirmes en la fe
a tus hermanos’, que le diría Cristo.
Somos el pueblo convocado por la Palabra
del Señor, reunido en torno a Cristo, que quiere escuchar a su Dios, como señalábamos con el canto que recordábamos al
principio de nuestra reflexión. Somos ese templo de Dios, ese edificio de Dios, como nos dirá san
Pablo en sus cartas, edificado sobre el
cimiento de los apóstoles y profetas, pero donde Pedro es esa piedra que
nos une, pero en donde Cristo es la verdadera piedra angular.
En el evangelio hemos escuchado ese episodio de la expulsión de los
mercaderes del templo, como un signo de esa purificación que quería Jesús para
la casa del Señor, que ha de ser casa de oración, casa de lugar de encuentro
con Dios. ‘Morada de Dios entre los
hombres’, se ha de convertir el templo santo, todo templo consagrado al
Señor, como un signo en medio de los hombres, en medio del mundo de esa
presencia de Dios. Eso han de significar nuestros templos levantados en medio
de la comunidad, como ese lugar también donde hemos de acudir para sentir una
especial presencia de gracia, presencia del Señor.
Por una parte nos reconforta el contemplar nuestros templos cristianos en
medio de las ciudades y de los pueblos, siempre con su cruz levantada en lo
alto de tus torres y campanarios, porque nos están señalando ese lugar sagrado
donde podemos vivir un encuentro especial con el Señor, donde podemos encontrar
la paz y el silencio para nuestro recogimiento en la oración al Señor; pero
también por otra parte porque sabemos que allí, en las celebraciones que en
ellos realicemos, mana para nosotros la fuente de gracia del Señor que nos
llena de vida y nos tonifica y fortalece en ese camino de nuestra vida
cristiana.
Recordemos aquel manantial de agua que brotaba del templo del Señor, como
nos hablaba el profeta, y que allí por donde pasaba todo lo llenaba de vida y
hacía que brotaran los frutos. Así contemplamos también a nuestros templos como
esos manantiales de gracia y de vida para alimentarnos y que demos frutos de
vida eterna. ¿No es allí donde celebramos los sacramentos, caudales y canales
de gracia para nosotros y donde escuchamos la Palabra de Dios?
Pero eso nos lleva a algo más. La santidad de ese templo material, de ese
edificio construido para albergar al pueblo de Dios reunido para el culto del
Señor, para la escucha de su Palabra, para la celebración de los sacramentos,
para nuestra oración y nuestro cántico de alabanza al Señor, nos tiene que
conducir a descubrir el verdadero templo del Señor.
Primero, es Cristo mismo, el Emmanuel,
presencia de Dios de Dios en medio de los hombres; Cristo es el lugar,
por decirlo de alguna manera, de nuestro encuentro con Dios. En El encontramos
la gracia y la vida; por El, con El y en El daremos gloria y honor al Padre
para siempre, como lo hacemos siempre en la Eucaristía; a través de El
conocemos al Padre, porque quien le ve a El ve al Padre, y porque es El quien
nos revela para siempre el misterio de Dios ya que es el Verbo de Dios, la
Palabra y revelación de Dios. Y siempre será por Cristo por quien oremos al
Padre, porque nos garantiza que cuanto pidamos en su nombre, siempre lo
alcanzaremos de Dios. Podríamos recordar muchos textos del Evangelio.
Pero luego nosotros por nuestra unión con Cristo somos, nos hemos
convertido en ese templo del Señor. Para eso fuimos ungidos y consagrados en
nuestro bautismo, para ser verdadera morada de Dios y para ser templos de su
Espíritu. ‘¿No
sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?’ nos ha dicho hoy san Pablo en la
carta a los Corintios. Nuestros cuerpos, nuestra vida toda ha de ser esa
ofrenda que unidos a Cristo hagamos al Padre para su gloria.
Si de nuestros templos materiales decíamos que se
convertían en signos de la presencia de Dios en medio de nosotros, si de Cristo
mismo, verdadero y real templo de Dios, decíamos también que es la señal cierta
de esa presencia llena de gracia de Dios en medio de nosotros, ¿qué tendríamos
que decir de nuestra vida si también decimos que somos templo y morada de Dios?
De igual manera, tendríamos que decir, nuestras vidas han de ser signos de esa
presencia de Dios en medio del mundo.
Allí donde vaya un cristiano se ha de notar que va lleno
de Dios y está Dios; allí donde está un cristiano con la santidad de su vida,
con sus buenas obras de amor, con su compromiso por la paz y la justicia para
hacer un mundo nuevo y mejor, se ha de decir también que es una señal de Dios,
un signo de Dios en medio de sus hermanos los hombres y mujeres de nuestro
tiempo. Nuestras obras de amor han de significar y hacer presente a Cristo en
medio del mundo.
Lo fueron los santos porque la santidad de sus vidas
hacía presente a Dios. Lo hemos de ser nosotros porque el mundo necesita de
esos signos, necesita esos testigos que con sus vida manifiesten el amor y la
presencia de Dios en medio nuestro.
Hoy nos alegramos en esta fiesta de la dedicación de la
Catedral del Papa. Como decíamos al principio nos ha de llevar a una proclamación
de nuestra fe y a una manifestación de nuestro sentido eclesial por nuestra
comunión con toda la Iglesia. Pero la consideración de la santidad de todo
templo consagrado al Señor se convierte para nosotros en un compromiso serio de
santidad en nuestra vida, porque siendo por nuestra consagración bautismal
templos vivos de Dios, así hemos de convertirnos en signos de la presencia de
Dios en medio de nuestros hermanos los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Que el Espíritu del Señor que nos consagró y mora en
nosotros nos dé la fuerza de la gracia para vivir esa necesaria santidad en
nuestra vida y poder ser digno signo de la presencia de Dios. Que se pueda
decir de nosotros también: He aquí la morada de Dios entre los hombres’.
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