Tenemos que aprender a entrar en la sintonía del amor.
1Reyes, 12, 26-32; 13, 33-34; Sal. 105; Mc.
8, 1-10
Ante este texto del evangelio que hemos escuchado
tendríamos que comenzar por preguntarnos si hay amor de verdad en nuestro
corazón. Quien ama no es insensible y tantas veces vamos por la vida vemos
pasar tantos sufrimientos a nuestro lado que pareciera que tenemos cauterizado
el corazón para que no saliera a flote la sensibilidad de nuestro corazón.
Algunas veces nos hemos endurecido tanto que ya ni nos
preguntamos ni analizamos nuestra vida para ver realmente cuales son nuestras
reacciones y cuáles son nuestros sentimientos. Miramos con mucha facilidad para
otro lado para no ver aquello que no queremos ver. Creo que tenemos que ser muy críticos con nosotros
mismos y examinarnos bien pero ver cuál es nuestra cruda realidad de esa
insensibilidad que se nos haya podido meter de rondón en nuestro corazón.
Cuando hay amor en el corazón no podemos soportar el
sufrimiento de los demás y no nos podemos quedar quietos. Un cristiano
verdadero que se ha impregnado del amor de Cristo no será alguien que veamos
con los brazos cruzados. Ya sabemos que esa expresión de los brazos cruzados es
la de aquel que nada tiene que hacer o nada quiere hacer. Por eso nunca tendría
que ser la postura de un cristiano verdadero. El cristiano tiene que vivir en
otra sintonía.
Una multitud grande de gente se ha reunido en torno a
Jesús y no tienen nada que comer; están lejos de donde puedan encontrar algo
que satisfaga sus necesidades; en su entusiasmo por escuchar a Jesús han venido
de muchas partes y le han seguido días y días allá por donde vaya Jesús. Y
aparece toda la hondura del amor que hay en el corazón de Cristo. ‘Me da lástima de esta gente; llevan ya tres
días conmigo y no tienen que comer, y si los despido a sus casas en ayunas, se
van a desmayar por el camino’. Y por allá andan los discípulos más cercanos
a Jesús preguntándose. ‘¿Y de donde se
puede sacar pan, aquí, en despoblado, para
que se queden satisfechos?’
Parece imposible encontrar la solución. A la pregunta
de Jesús le dicen que solo hay siete panes. ¿Será eso suficiente para tantos?
Sin embargo los manda sentarse en el suelo. ‘Y
tomó los siete panes, pronunció la acción de gracias - como cuando cada día
se sentaban a la mesa para comer que se bendecía y se daba gracias a Dios -, los partió - como hace el padre o la
madre cuando parte el pan para repartirlo con los hijos -, y los fue dando a los discípulos para que los sirvieran - como unos hermanos le pasan el pan al hermano
que está al lado en ese espíritu de servicio que reina en la familia donde
todos son uno y parten y comparten - y
ellos se los sirvieron a la gente’.
El milagro del amor se obró y tomos comieron hasta
saciarse y hasta sobraron siete canastas. Es la multiplicación del amor. Es el
amor que no sabe estarse quieto. Es el amor que se crece cuando se da y no se
reserva solo para uno. Es el estilo nuevo que tendrán que tener sus discípulos.
Es el partir y repartir; es el repartir y el compartir; es el amar y el dejarse
conducir por las invectivas y las iniciativas del amor.
Cuánto podríamos hacer con la pobreza de nuestros
pequeños siete panes si fuéramos en verdad poniendo amor en nuestra vida.
Porque no nos quedaríamos quietos, porque buscaríamos la forma de hacer la vida
mejor para los que están a nuestro lado. En los tiempos de crisis y de
dificultades, de carencias y de pobrezas podemos quedarnos encerrados en
nosotros mismos y solo ver nuestra pobreza o nuestra necesidad y solo
preocuparme de mi mismos, o puedo abrir los ojos con una mirada nueva para ver
lo que hay a mi alrededor y entonces despertar la sensibilidad de mi corazón si
está lleno de amor y ponerme a buscar soluciones para los otros, y nuestra
solidaridad si es verdadera despertaría más solidaridad en los que están a mi
lado y se crearía una hermoso espiral del amor que iría creciendo y creciendo
para lograr ese mundo nuevo y mejor.
Tenemos que aprender a entrar en esa sintonía del amor.
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