Queremos reconocer a Jesús y acudir a El también con las heridas de nuestra alma para que nos sane
1Rey. 8, 1-7.9-13; Sal. 131; Mc. 6, 53-56
Estos pocos versículos del evangelio que hoy hemos
escuchado nos ponen de manifiesto claramente cómo Jesús viene a nuestro
encuentro en el camino de nuestra vida, pero cómo también nosotros por la fe
hemos de saber reconocerle para
encontrarnos con El en un encuentro que siempre nos va a llenar de vida
y de paz.
Llega Jesús de regreso, probablemente de nuevo a
Cafarnaún - el evangelista simplemente nos dice que tocaron tierra en
Genesaret, son los alrededores de Cafarnaún - la gente le reconoce, pero ‘se pusieron a recorrer toda la comarca y
cuando la gente se enteraba donde estaba Jesús acudían a El con sus enfermos…’
La gente quiere estar con Jesús, le reconocen, lo buscan, le llevan los
enfermos, quieren ‘al menos que les deje tocar el borde de su manto, y los que
lo tocaban se ponían sanos’.
Es por una parte la cercanía de Jesús que despierta
confianza y deseos por parte de todos de estar con El. Es la fe en Jesús que se
va despertando en aquellos corazones, porque saben que en Jesús van a encontrar
vida. Será su Palabra que despierta tantas esperanzas o serán las curaciones de
los enfermos, pero todos van sintiendo por dentro esa nueva vida, esa
salud-salvación que les llega de Jesús.
Es necesario reconocerle. Y reconocerle es mucho más
que saber que es Jesús; en ese reconocimiento está muy patente la fe, porque es
descubrir algo más que decir que es Jesús, el de Nazaret, el carpintero de
Nazaret. En Jesús están descubriendo mucho más. No solo es el poder
taumatúrgico que pueda haber en El para hacer milagros, sino sentir que en
Jesús y desde Jesús el milagro se está realizando en nuestra vida cuando nos
dejamos transformar por El.
No es solo que el dolor desaparezca de un miembro
dolorido, el cuerpo se libere de una enfermedad como pueda ser la lepra, se
recupere la visión de los ojos o las piernas se puedan mover para caminar. Es
mucho más. Esos milagros de acción física que podríamos llamarnos son signos
del milagro que se tiene que producir en nuestro corazón cuando comenzamos a
creer en Jesús pero nuestra vida comienza a ser distinta.
Es el milagro que se produce en nuestro interior cuando
somos capaces de arrancar de nosotros odios o resentimientos, actitudes
egoístas u orgullos que nos paralizan, para comenzar a amar de una forma
distinta, porque comenzamos a olvidarnos de nosotros mismos para pensar más en
los demás, porque comenzamos a ser capaces de comprender mejor a los que nos
rodean y también a perdonar sin guardar ningún resentimiento, cuando comenzamos
a tener actitudes generosas en el corazón y comenzamos a acercarnos a los demás
de forma distinta y comenzamos a ayudarnos.
También nosotros queremos reconocer a Jesús y hasta El
queremos acercarnos con lo que son los dolores o las heridas de nuestra vida.
Porque eso es importante, ese que podríamos llamar doble reconocimiento:
reconocer a Jesús poniendo nuestra fe en El, pero reconociendo la realidad de
nosotros mismos, de nuestra vida, de nuestras heridas, del mal que también a
nosotros nos envuelve que es mucho más que un dolor de unas piernas a las que
les cuesta caminar o unos ojos que se van nublando en ceguera a causa quizá de los años.
Aparte de los orgullos que algunas veces se nos meten
por dentro, nos es fácil reconocer que tenemos dolores o limitaciones físicas
en nuestro cuerpo, pero nos cuesta mucho más reconocer esas heridas del alma
que son mucho más dañinas para nuestra existencia. Y eso es lo que también
tenemos que reconocer para poder ir hasta Jesús queriendo tocar la orla de su
manto para que nos sane.
Que el Espíritu del Señor obre en nosotros el milagro
de la conversión de nuestro corazón al Señor y podamos así llenarnos de su gracia.
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