Encontré a David mi siervo y lo he ungido con óleo sagrado
1Sam. 16, 1-13, Sal. 88; Mc. 2, 23-28
‘Encontré a David mi
siervo y lo he ungido con óleo sagrado; para que mi mano esté siempre con él y
mi brazo lo haga poderoso…’
Así repetimos con el salmo. Una referencia clara a lo que hemos escuchado en la
primera lectura. Comienza a narrarnos la historia de David, el que iba a ser un
gran rey de Israel, en el que se fundaría la dinastía davídica en una
importante relación con el mesianismo que marcaría toda la historia de Israel.
Hemos venido escuchando a grandes trazos desde su
nacimiento la presencia y la figura del profeta Samuel que ante la petición del
pueblo y, aunque él no lo veía claro, le había dado como rey a Saúl. Ya
escuchamos en días anteriores cómo Saúl no fue agradable al Señor y fue
reprobado por su desobediencia a la voluntad de Dios. ‘Obedecer al Señor vale más que un sacrificio, ser dócil más que
grasa de carneros…’
Hoy escuchamos cómo Dios le dice a Samuel que les dé un
nuevo rey y lo envía a Belén, a la casa de Jesé, para que entre sus hijos
encuentre el elegido del Señor. Ya escuchamos con detalle el relato. Aunque
pasan todos los hijos de Jesé por delante del profeta ninguno es el elegido del
Señor, porque ‘la mirada de Dios no es
como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero el Señor
mira el corazón’.
Mensaje hermoso que nos daría para hacernos una hermosa
reflexión y aprender a hacer esa mirada profunda cuando nos acercamos o nos
relacionamos con los demás, para no quedarnos en las apariencias, ni para hacer
el juicio fácil que con tanta frecuencia nos sale y nos lleva desde la
apariencia a la crítica y a la condena sin conocer realmente lo que pasa dentro
del corazón de cada persona. Cómo tendríamos que aprender para fijarnos en lo
que de verdad vale en la persona, aunque esté oculto a nuestros ojos y no
quedarnos nunca en lo superficial, porque lo esencial es invisible a los ojos,
pero sí podemos percibirlo desde el corazón cuando nos acercamos con rectitud,
sin malicia, con buenos ojos e intenciones al prójimo.
Pero centrémonos en el texto, aunque este comentario
que hemos hecho ante esa sentencia también nos puede ayudar mucho. Será el más
pequeño, el que parece que no es tenido en cuenta ni siquiera por su padre que
ha convocado a todos sus hijos para participar en el sacrificio y posterior
comida que se está haciendo con Samuel, el que va a ser el elegido del Señor. ‘¿No quedan ya más muchachos?’, le
pregunta Samuel cuando han pasado todos los hijos presentes. ‘Todavía falta el más pequeño que está
guardando el rebaño… Manda que lo traigan, le dice Samuel, que no comeremos hasta que haya venido’.
Es el elegido del Señor y sobre el que Samuel va a
derramar la cuerna del aceite para ungirlo como rey de Israel. Así son los
designios de Dios. Así hemos visto y seguiremos viendo a lo largo de toda la
historia de la salvación cómo Dios elige a sus preferidos para los que tiene
misiones especiales. Lo que puede parecer pequeño e insignificante no lo es
para el Señor. La mirada del Señor no es como la nuestra, porque el Señor mira
el corazón.
Y es que, como hemos repetido muchas veces con lo que
nos dice el Evangelio, Dios se revela a los pequeños y a los humildes y a ellos
se les manifiesta y les confía misiones especiales. Porque no será la acción
humana la que realiza maravillas, sino es el poder y la gracia del Señor. Nunca
podemos decir que no valemos para nada y que nada sabemos hacer porque si el
Señor nos ha elegido El hará brillar su gracia sobre nosotros y podremos
también realizar maravillas, no las nuestras sino las maravillas del Señor.
Aprendamos de María la que se sentía tan pequeña que se
llamaba a sí misma la esclava del Señor y cuántas maravillas realizó el Señor
en ella y a través de ella sigue realizando a favor nuestro. Dejémonos conducir
por el Señor; dejémonos hacer por el Señor; que se cumpla siempre su voluntad
sobre nosotros. Como hemos repetido estos días hemos de decir una y otra vez: ‘Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad’.
Somos nosotros también los ungidos del Señor, elegidos y amados de Dios. Algo
querrá el Señor de nosotros.
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