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martes, 21 de enero de 2014



Encontré a David mi siervo y lo he ungido con óleo sagrado

1Sam. 16, 1-13, Sal. 88; Mc. 2, 23-28
‘Encontré a David mi siervo y lo he ungido con óleo sagrado; para que mi mano esté siempre con él y mi brazo lo haga poderoso…’ Así repetimos con el salmo. Una referencia clara a lo que hemos escuchado en la primera lectura. Comienza a narrarnos la historia de David, el que iba a ser un gran rey de Israel, en el que se fundaría la dinastía davídica en una importante relación con el mesianismo que marcaría toda la historia de Israel.
Hemos venido escuchando a grandes trazos desde su nacimiento la presencia y la figura del profeta Samuel que ante la petición del pueblo y, aunque él no lo veía claro, le había dado como rey a Saúl. Ya escuchamos en días anteriores cómo Saúl no fue agradable al Señor y fue reprobado por su desobediencia a la voluntad de Dios. ‘Obedecer al Señor vale más que un sacrificio, ser dócil más que grasa de carneros…’
Hoy escuchamos cómo Dios le dice a Samuel que les dé un nuevo rey y lo envía a Belén, a la casa de Jesé, para que entre sus hijos encuentre el elegido del Señor. Ya escuchamos con detalle el relato. Aunque pasan todos los hijos de Jesé por delante del profeta ninguno es el elegido del Señor, porque ‘la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón’. 
Mensaje hermoso que nos daría para hacernos una hermosa reflexión y aprender a hacer esa mirada profunda cuando nos acercamos o nos relacionamos con los demás, para no quedarnos en las apariencias, ni para hacer el juicio fácil que con tanta frecuencia nos sale y nos lleva desde la apariencia a la crítica y a la condena sin conocer realmente lo que pasa dentro del corazón de cada persona. Cómo tendríamos que aprender para fijarnos en lo que de verdad vale en la persona, aunque esté oculto a nuestros ojos y no quedarnos nunca en lo superficial, porque lo esencial es invisible a los ojos, pero sí podemos percibirlo desde el corazón cuando nos acercamos con rectitud, sin malicia, con buenos ojos e intenciones al prójimo.
Pero centrémonos en el texto, aunque este comentario que hemos hecho ante esa sentencia también nos puede ayudar mucho. Será el más pequeño, el que parece que no es tenido en cuenta ni siquiera por su padre que ha convocado a todos sus hijos para participar en el sacrificio y posterior comida que se está haciendo con Samuel, el que va a ser el elegido del Señor. ‘¿No quedan ya más muchachos?’, le pregunta Samuel cuando han pasado todos los hijos presentes. ‘Todavía falta el más pequeño que está guardando el rebaño… Manda que lo traigan, le dice Samuel, que no comeremos hasta que haya venido’.
Es el elegido del Señor y sobre el que Samuel va a derramar la cuerna del aceite para ungirlo como rey de Israel. Así son los designios de Dios. Así hemos visto y seguiremos viendo a lo largo de toda la historia de la salvación cómo Dios elige a sus preferidos para los que tiene misiones especiales. Lo que puede parecer pequeño e insignificante no lo es para el Señor. La mirada del Señor no es como la nuestra, porque el Señor mira el corazón.
Y es que, como hemos repetido muchas veces con lo que nos dice el Evangelio, Dios se revela a los pequeños y a los humildes y a ellos se les manifiesta y les confía misiones especiales. Porque no será la acción humana la que realiza maravillas, sino es el poder y la gracia del Señor. Nunca podemos decir que no valemos para nada y que nada sabemos hacer porque si el Señor nos ha elegido El hará brillar su gracia sobre nosotros y podremos también realizar maravillas, no las nuestras sino las maravillas del Señor.
Aprendamos de María la que se sentía tan pequeña que se llamaba a sí misma la esclava del Señor y cuántas maravillas realizó el Señor en ella y a través de ella sigue realizando a favor nuestro. Dejémonos conducir por el Señor; dejémonos hacer por el Señor; que se cumpla siempre su voluntad sobre nosotros. Como hemos repetido estos días hemos de decir una y otra vez: ‘Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad’. Somos nosotros también los ungidos del Señor, elegidos y amados de Dios. Algo querrá el Señor de nosotros.

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