El Señor está en medio nuestro con su gracia y su salvación
1Sam. 18, 6-9; 19,1-7; Sal. 55; Mc. 3, 7-12
La escena que nos describe el evangelio podría parecer
de película; y digo podría parecer de película porque con la hermosa
descripción que nos hace podríamos quedarnos nosotros como meros espectadores
contemplando admirados las multitudes que vienen hasta Jesús no solo de
Galilea, sino también desde Judea y Jerusalén y hasta de más allá del Jordán
con los apretujones correspondientes por querer todos estar cerca de Jesús,
hacerle llegar sus enfermos para que los cure y todos los gritos y aclamaciones
de admiración que salían de aquellas gargantas, incluso de los poseídos por
espíritus inmundos.
Pero bien sabemos que el evangelio no es para que lo
miremos así, como si de unas imágenes de película se tratara y pasaran delante
de nuestros ojos entreteniéndonos o a lo más queriendo decirnos algo. Sí,
quieren decirnos algo, pero no desde fuera, sino que podríamos decir nosotros
hemos de meternos dentro de esa acción. No para soñar si nosotros hubiéramos
estado allí y llenarnos de nostalgias y de buenos deseos. Es algo más el
Evangelio para nosotros.
Es que allí hemos de estar nosotros. O mejor aún, eso
mismo podemos vivirlo nosotros aquí y ahora, tenemos que vivirlo aquí y ahora.
¿Qué significa la presencia sacramental del Cristo? ¿Un recuerdo de algo
sucedido en otro momento? Eso sería muy empobrecedor. Cristo está aquí y ahora
con nosotros, de la misma manera que estaba allí entonces rodeado de toda
aquella gente que acudía de todas partes queriendo escuchar su palabra, sentir
su presencia, recibir la gracia de la curación de sus dolencias y enfermedades.
El signo
del sacramento viene a significar que,
aunque los ojos de nuestra cara no vean sino el signo, con los ojos de la fe
vemos y sentimos su presencia; con los ojos de la fe, podemos afirmar que
Cristo esté con nosotros, en nosotros, y
nos cura y nos alimenta, y nos regala su
Palabra y nos enriquece con su gracia. Y eso es lo que vivimos cuando celebramos
la Eucaristía. Lo que necesitamos es abrir bien abiertos los ojos de nuestra
fe.
También nosotros ahora venimos hasta Jesús para
escucharle, para escuchar su Palabra. ¿Qué es lo que hemos venido haciendo en
nuestra celebración? No hemos leído simplemente un texto de unas historias
bonitas, se nos ha proclamado la Palabra de Dios, la Palabra que Dios aquí y
ahora quiere dirigirnos, con la que quiere alimentarnos nuestra vida, que
quiere ser luz para nuestro caminar, que despierta nuestra fe y nuestra esperanza, que nos mueve cada día a más amor. No es una
palabra cualquiera, es la Palabra de Dios. Así la hemos aclamado cuando se nos
ha proclamado. Con fe hemos querido también nosotros alabar al Señor por la
Palabra que hemos recibido. ¿Qué es lo que hemos dicho? ‘Te alabamos, Señor… gloria a ti, Señor Jesús’. Es nuestra
confesión de fe en esa Palabra de Dios y nuestra alabanza al Señor.
Así seguiremos sintiendo y viviendo su presencia a
través de toda la Eucaristía. No son unos simples ritos lo que hacemos. Estamos
celebrando el Sacramento, el Misterio de nuestra fe. Estamos proclamando que
Jesús está en medio de nosotros y es nuestro alimento y nuestra vida. Estamos
proclamando nuestra fe en Jesús que es nuestro Salvador. Celebramos el memorial
de su pasión, muerte y resurrección, el memorial de su Pascua, que no es un
recuerdo o una memoria que hacemos, sino un hacer presente en medio nuestro,
igual que si estuviéramos en la última cena o al pie de la cruz en el calvario,
la presencia salvadora de Jesús.
Con qué entusiasmo tendríamos que vivir nuestras
celebraciones; con qué fe tendríamos que expresar nuestra alegría y nuestro
gozo por la salvación que el Señor nos ofrece. Pongamos a tope toda nuestra fe.
No nos quedamos en contemplar una escena, como decíamos al principio, como si
estuviéramos contemplando una película que pasa delante de nuestros ojos, sino
que estamos viviendo la presencia salvadora y llena de gracia del Señor. Cuánto
tenemos que amarle.
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