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jueves, 23 de enero de 2014



El Señor está en medio nuestro con su gracia y su salvación

1Sam. 18, 6-9; 19,1-7; Sal. 55; Mc. 3, 7-12
La escena que nos describe el evangelio podría parecer de película; y digo podría parecer de película porque con la hermosa descripción que nos hace podríamos quedarnos nosotros como meros espectadores contemplando admirados las multitudes que vienen hasta Jesús no solo de Galilea, sino también desde Judea y Jerusalén y hasta de más allá del Jordán con los apretujones correspondientes por querer todos estar cerca de Jesús, hacerle llegar sus enfermos para que los cure y todos los gritos y aclamaciones de admiración que salían de aquellas gargantas, incluso de los poseídos por espíritus inmundos.
Pero bien sabemos que el evangelio no es para que lo miremos así, como si de unas imágenes de película se tratara y pasaran delante de nuestros ojos entreteniéndonos o a lo más queriendo decirnos algo. Sí, quieren decirnos algo, pero no desde fuera, sino que podríamos decir nosotros hemos de meternos dentro de esa acción. No para soñar si nosotros hubiéramos estado allí y llenarnos de nostalgias y de buenos deseos. Es algo más el Evangelio para nosotros.
Es que allí hemos de estar nosotros. O mejor aún, eso mismo podemos vivirlo nosotros aquí y ahora, tenemos que vivirlo aquí y ahora. ¿Qué significa la presencia sacramental del Cristo? ¿Un recuerdo de algo sucedido en otro momento? Eso sería muy empobrecedor. Cristo está aquí y ahora con nosotros, de la misma manera que estaba allí entonces rodeado de toda aquella gente que acudía de todas partes queriendo escuchar su palabra, sentir su presencia, recibir la gracia de la curación de sus dolencias y enfermedades.
El  signo del  sacramento viene a significar que, aunque los ojos de nuestra cara no vean sino el signo, con los ojos de la fe vemos y sentimos su presencia; con los ojos de la fe, podemos afirmar que Cristo esté con nosotros, en nosotros,  y nos cura y  nos alimenta, y nos regala su Palabra y nos enriquece con su gracia. Y eso es lo que vivimos cuando celebramos la Eucaristía. Lo que necesitamos es abrir bien abiertos los ojos de nuestra fe.
También nosotros ahora venimos hasta Jesús para escucharle, para escuchar su Palabra. ¿Qué es lo que hemos venido haciendo en nuestra celebración? No hemos leído simplemente un texto de unas historias bonitas, se nos ha proclamado la Palabra de Dios, la Palabra que Dios aquí y ahora quiere dirigirnos, con la que quiere alimentarnos nuestra vida, que quiere ser luz para nuestro caminar, que despierta nuestra fe y nuestra esperanza,  que nos mueve cada día a más amor. No es una palabra cualquiera, es la Palabra de Dios. Así la hemos aclamado cuando se nos ha proclamado. Con fe hemos querido también nosotros alabar al Señor por la Palabra que hemos recibido. ¿Qué es lo que hemos dicho? ‘Te alabamos, Señor… gloria a ti, Señor Jesús’. Es nuestra confesión de fe en esa Palabra de Dios y nuestra alabanza al Señor.
Así seguiremos sintiendo y viviendo su presencia a través de toda la Eucaristía. No son unos simples ritos lo que hacemos. Estamos celebrando el Sacramento, el Misterio de nuestra fe. Estamos proclamando que Jesús está en medio de nosotros y es nuestro alimento y nuestra vida. Estamos proclamando nuestra fe en Jesús que es nuestro Salvador. Celebramos el memorial de su pasión, muerte y resurrección, el memorial de su Pascua, que no es un recuerdo o una memoria que hacemos, sino un hacer presente en medio nuestro, igual que si estuviéramos en la última cena o al pie de la cruz en el calvario, la presencia salvadora de Jesús.
Con qué entusiasmo tendríamos que vivir nuestras celebraciones; con qué fe tendríamos que expresar nuestra alegría y nuestro gozo por la salvación que el Señor nos ofrece. Pongamos a tope toda nuestra fe. No nos quedamos en contemplar una escena, como decíamos al principio, como si estuviéramos contemplando una película que pasa delante de nuestros ojos, sino que estamos viviendo la presencia salvadora y llena de gracia del Señor. Cuánto tenemos que amarle.

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