Es el Cordero de Dios, Hijo amado del Padre, que quita el pecado del mundo
Is. 49, 3.5-6; Sal. 39; 1Cor. 1, 1-3; Jn. 1, 29-34
Me atrevo a comenzar diciendo que siempre el Evangelio
es Epifanía, porque siempre nos trasmite la Buena Nueva de Dios, siempre nos
está manifestando quien es Jesús y nos ayudará siempre a hacer una profunda
confesión de fe en Jesús. Aunque litúrgicamente terminamos el pasado domingo
con la celebración del Bautismo de Jesús la celebración de la Epifanía y de la
Navidad, hoy ya en el tiempo Ordinario se nos prolonga esa manifestación de
quién es Jesús y seguimos sintiendo esa Epifanía salvadora del Señor para
nuestra vida.
Podemos decir que se nos prolonga de alguna manera lo
celebrado el pasado domingo porque en el Evangelio precisamente Juan Bautista
está haciéndonos referencia a lo que él vivió y experimentó en el momento del
Bautismo de Jesús en el Jordán. De alguna manera es el relato que el evangelista
Juan nos hace de ese episodio del misterio de Cristo que los sinópticos nos lo describen
más detalladamente.
Hoy escuchamos que
‘al ver a Jesús que venía hacia él, exclamó: Este es el Cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo’. Más tarde empleará esa misma expresión para
señalárselo a dos de sus discípulos que se irán con Jesús.
¿Qué podían entender los que estaban escuchando al
Bautista con estas palabras? El Cordero tiene una gran resonancia bíblica y
pascual para todo judío. La primera evocación podría llevarles a su liberación
de Egipto y la noche de la primera pascua. Allí entonces se sacrificó un
cordero con cuya sangre iban a ser marcadas las puertas de los judíos que les
liberaría del paso del ángel exterminador. Pero sería el cordero, ya para
siempre llamado cordero pascual, que cada año en la celebración de la pascua judía
habría de sacrificarse y comerse recordando y celebrando aquella liberación de
la esclavitud de Egipto.
El cordero era también uno de los animales que cada día
se sacrificaba en las ofrendas del templo, como es la imagen con la que se
compara al siervo de Yahvé que nos describe el profeta Isaías que ‘cargó con nuestros crímenes y pecados y no
abría la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador,
enmudecía y no abría la boca’, como se nos proclama en las lecturas del
Viernes Santo.
Ahora Juan, quizá tomando la imagen de ese sentido
bíblico y pascual, señala a Jesús como ‘el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’. Es también un anuncio
profético de pascua; es una manifestación de quién es Jesús que como Mesías de
Dios, como el Ungido por la fuerza del Espíritu, en la imagen de la paloma que
bajó sobre El, era el Hijo amado y preferido de Dios, cuya obediencia iba a
llegar hasta el final, hasta el sacrificio de sí mismo para ser nuestra
salvación. La Pascua siempre presente en la vida de Jesús, no en vano Jesús es
ese paso permanente de Dios junto a nosotros para llenarnos de la salvación.
Así nos lo señala el Bautista. En pocos renglones, en
apenas seis versículos nos hace una manifestación muy completa de quien es
Jesús y cual es su misión. Ha comenzado llamándolo el Cordero de Dios, y ya
vemos su significado; luego nos ha dicho que es el que está Ungido por el
Espíritu, que es lo mismo que decirnos que es el Mesías de Dios esperado, que
El nos había anunciado y cuya misión -
la suya - era la de preparar los caminos
para su llegada; pero nos señalará también entonces que será quien nos va a
bautizar en el Espíritu, en un nuevo Bautismo, que como más tarde Jesús
explicaría a Nicodemo significa comenzar a vivir una nueva vida; finalmente da
testimonio Juan de que es el Hijo de Dios, porque así lo había señalado la voz
desde el cielo, como el Hijo amado y preferido. ¿No podemos decir entonces con
toda razón que estamos viviendo una nueva Epifanía?
Todo esto nos lleva a una confesión de fe en toda
profundidad. Reconocemos quién es Jesús y estamos dispuestos a escucharle y a
seguirle. Si el Bautista así nos lo señala es para que lo reconozcamos con toda
nuestra vida como nuestro Señor y Salvador. Esto, repito, nos tiene que llevar
a querer conocerle más, con mayor profundidad. Que crezca nuestra fe y crecerá
nuestra vida cristiana. Conociendo cada más con mayor profundidad a Jesús más
queremos parecernos a El, vivir su vida, vivir de su amor. Y eso se va a
traducir en la intensidad de nuestra vida cristiana.
Juan el Bautista nos decía primero que ‘no lo conocía’, pero que se dejó guiar
por el Espíritu del Señor y lo reconoció.
‘Aquel que me envió a bautizar con agua’, dice haciendo referencia a su
propia vocación y haciendo referencia que de la misma manera que un día sintió
en su corazón esa llamada para ser el precursor del Mesías, ahora le había
revelado cómo habría de reconocerle. Por eso, tras contar su experiencia de lo
sucedido allá en el Jordán en los momentos del Bautismo de Jesús con toda la
teofanía que los otros evangelistas describen más detalladamente, ahora nos
dirá: ‘Y yo lo he visto, y he dado
testimonio de que es el Hijo de Dios’.
Como hemos venido diciendo toda esta experiencia de
Evangelio y de Teofanía nos lleva a conocer más a Jesús, pero ha de llevarnos
también, como le sucediera al Bautista, a que también nosotros hemos de dar
testimonio de nuestra fe. También nosotros hemos de decir ‘yo lo he visto…’ con los ojos de la fe lo he visto y lo he sentido
de verdad en mi corazón, y ahora puedo dar testimonio de lo que ha sido mi vida
a partir de que he sentido a Jesús; doy testimonio de que El es el Hijo de Dios
y mi Salvador; doy testimonio de que bautizado en el Espíritu ahora me hace
participar de una vida nueva y yo también soy hijo de Dios.
Quien ha conocido a Cristo ya no puede callar su fe
sino que tiene que proclamarla y testimoniarla. Como decía san Pablo ‘llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por
designio de Dios’. O como decía el profeta ‘desde el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob,
para que le reuniese a Israel… te hago luz de las naciones para que mi
salvación alcance hasta el confín de la tierra’. Y es que esa fe que
tenemos en Jesús, ese regalo de Dios que es mi fe, me compromete, no puede
dejar quieto, ni ocultar lo que es la mayor riqueza de mi vida. Tenemos que
anunciar al que es la luz de las naciones.
Sí, tengo que dar testimonio de mi fe, de la vida nueva
que hay en mí; tengo que dar testimonio cómo desde esa fe que tengo en Jesús mi
vida se va transformando día a día y desde esa fe en Jesús quiero amar más y
quiero vivir con mayor intensidad el compromiso de mi vida cristiana; desde esa
fe que tengo en Jesús he aprendido lo que es el amor verdadero y aunque a veces
me cuesto quiero ser capaz de desprenderme de mi para compartir más
generosamente con los demás; desde esa fe que tengo en Jesús lo siento siempre a mi lado, lo siento
en mi corazón y ya no me siento solo, ya se acaban para siempre los temores en
mi vida, y en mi corazón siento una nueva alegría y una nueva esperanza e
ilusión; desde esa fe que tengo en Jesús me enfrento a los problemas de una
forma diferente, porque siento la fuerza de su Espíritu conmigo y cuando los
problemas se pueden convertir en dolor y en sufrimiento sé hacer de ellos
también una ofrenda de amor a Dios.
Así queremos expresar y vivir con alegría y entusiasmo
desbordante nuestra fe. Muchas veces nos cuesta, porque las tentaciones nos
enfrían la intensidad de nuestra fe. Pero
queremos vivirla, queremos proclamarla. Queremos que el Espíritu del
Señor venga sobre nosotros y nos llene de fortaleza y de entusiasmo. Que la
alegría con que vivimos nuestra fe contagie a los demás. Nuestro compromiso y
nuestra alegría tienen que ser siempre evangelizadores de nuestro mundo, que
necesita de la luz de la fe.
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