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domingo, 19 de enero de 2014




Es el Cordero de Dios, Hijo amado del Padre, que quita el pecado del mundo

Is. 49, 3.5-6; Sal. 39; 1Cor. 1, 1-3; Jn. 1, 29-34
Me atrevo a comenzar diciendo que siempre el Evangelio es Epifanía, porque siempre nos trasmite la Buena Nueva de Dios, siempre nos está manifestando quien es Jesús y nos ayudará siempre a hacer una profunda confesión de fe en Jesús. Aunque litúrgicamente terminamos el pasado domingo con la celebración del Bautismo de Jesús la celebración de la Epifanía y de la Navidad, hoy ya en el tiempo Ordinario se nos prolonga esa manifestación de quién es Jesús y seguimos sintiendo esa Epifanía salvadora del Señor para nuestra vida.
Podemos decir que se nos prolonga de alguna manera lo celebrado el pasado domingo porque en el Evangelio precisamente Juan Bautista está haciéndonos referencia a lo que él vivió y experimentó en el momento del Bautismo de Jesús en el Jordán. De alguna manera es el relato que el evangelista Juan nos hace de ese episodio del misterio de Cristo que los sinópticos nos lo describen más detalladamente.
Hoy escuchamos que ‘al ver a Jesús que venía hacia él, exclamó: Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’. Más tarde empleará esa misma expresión para señalárselo a dos de sus discípulos que se irán con Jesús.
¿Qué podían entender los que estaban escuchando al Bautista con estas palabras? El Cordero tiene una gran resonancia bíblica y pascual para todo judío. La primera evocación podría llevarles a su liberación de Egipto y la noche de la primera pascua. Allí entonces se sacrificó un cordero con cuya sangre iban a ser marcadas las puertas de los judíos que les liberaría del paso del ángel exterminador. Pero sería el cordero, ya para siempre llamado cordero pascual, que cada año en la celebración de la pascua judía habría de sacrificarse y comerse recordando y celebrando aquella liberación de la esclavitud de Egipto.
El cordero era también uno de los animales que cada día se sacrificaba en las ofrendas del templo, como es la imagen con la que se compara al siervo de Yahvé que nos describe el profeta Isaías que ‘cargó con nuestros crímenes y pecados y no abría la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca’, como se nos proclama en las lecturas del Viernes Santo.
Ahora Juan, quizá tomando la imagen de ese sentido bíblico y pascual, señala a Jesús como ‘el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’. Es también un anuncio profético de pascua; es una manifestación de quién es Jesús que como Mesías de Dios, como el Ungido por la fuerza del Espíritu, en la imagen de la paloma que bajó sobre El, era el Hijo amado y preferido de Dios, cuya obediencia iba a llegar hasta el final, hasta el sacrificio de sí mismo para ser nuestra salvación. La Pascua siempre presente en la vida de Jesús, no en vano Jesús es ese paso permanente de Dios junto a nosotros para llenarnos de la salvación.
Así nos lo señala el Bautista. En pocos renglones, en apenas seis versículos nos hace una manifestación muy completa de quien es Jesús y cual es su misión. Ha comenzado llamándolo el Cordero de Dios, y ya vemos su significado; luego nos ha dicho que es el que está Ungido por el Espíritu, que es lo mismo que decirnos que es el Mesías de Dios esperado, que El nos había anunciado y cuya misión  - la suya - era  la de preparar los caminos para su llegada; pero nos señalará también entonces que será quien nos va a bautizar en el Espíritu, en un nuevo Bautismo, que como más tarde Jesús explicaría a Nicodemo significa comenzar a vivir una nueva vida; finalmente da testimonio Juan de que es el Hijo de Dios, porque así lo había señalado la voz desde el cielo, como el Hijo amado y preferido. ¿No podemos decir entonces con toda razón que estamos viviendo una nueva Epifanía?
Todo esto nos lleva a una confesión de fe en toda profundidad. Reconocemos quién es Jesús y estamos dispuestos a escucharle y a seguirle. Si el Bautista así nos lo señala es para que lo reconozcamos con toda nuestra vida como nuestro Señor y Salvador. Esto, repito, nos tiene que llevar a querer conocerle más, con mayor profundidad. Que crezca nuestra fe y crecerá nuestra vida cristiana. Conociendo cada más con mayor profundidad a Jesús más queremos parecernos a El, vivir su vida, vivir de su amor. Y eso se va a traducir en la intensidad de nuestra vida cristiana.
Juan el Bautista nos decía primero que ‘no lo conocía’, pero que se dejó guiar por el Espíritu del Señor y lo reconoció. ‘Aquel que me envió a bautizar con agua’, dice haciendo referencia a su propia vocación y haciendo referencia que de la misma manera que un día sintió en su corazón esa llamada para ser el precursor del Mesías, ahora le había revelado cómo habría de reconocerle. Por eso, tras contar su experiencia de lo sucedido allá en el Jordán en los momentos del Bautismo de Jesús con toda la teofanía que los otros evangelistas describen más detalladamente, ahora nos dirá: ‘Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que es el Hijo de Dios’.
Como hemos venido diciendo toda esta experiencia de Evangelio y de Teofanía nos lleva a conocer más a Jesús, pero ha de llevarnos también, como le sucediera al Bautista, a que también nosotros hemos de dar testimonio de nuestra fe. También nosotros hemos de decir ‘yo lo he visto…’ con los ojos de la fe lo he visto y lo he sentido de verdad en mi corazón, y ahora puedo dar testimonio de lo que ha sido mi vida a partir de que he sentido a Jesús; doy testimonio de que El es el Hijo de Dios y mi Salvador; doy testimonio de que bautizado en el Espíritu ahora me hace participar de una vida nueva y yo también soy hijo de Dios.
Quien ha conocido a Cristo ya no puede callar su fe sino que tiene que proclamarla y testimoniarla. Como decía san Pablo ‘llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por designio de Dios’. O como decía el profeta ‘desde el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel… te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra’. Y es que esa fe que tenemos en Jesús, ese regalo de Dios que es mi fe, me compromete, no puede dejar quieto, ni ocultar lo que es la mayor riqueza de mi vida. Tenemos que anunciar al que es la luz de las naciones.
Sí, tengo que dar testimonio de mi fe, de la vida nueva que hay en mí; tengo que dar testimonio cómo desde esa fe que tengo en Jesús mi vida se va transformando día a día y desde esa fe en Jesús quiero amar más y quiero vivir con mayor intensidad el compromiso de mi vida cristiana; desde esa fe que tengo en Jesús he aprendido lo que es el amor verdadero y aunque a veces me cuesto quiero ser capaz de desprenderme de mi para compartir más generosamente con los demás; desde esa fe que tengo en  Jesús lo siento siempre a mi lado, lo siento en mi corazón y ya no me siento solo, ya se acaban para siempre los temores en mi vida, y en mi corazón siento una nueva alegría y una nueva esperanza e ilusión; desde esa fe que tengo en Jesús me enfrento a los problemas de una forma diferente, porque siento la fuerza de su Espíritu conmigo y cuando los problemas se pueden convertir en dolor y en sufrimiento sé hacer de ellos también una ofrenda de amor a Dios.
Así queremos expresar y vivir con alegría y entusiasmo desbordante nuestra fe. Muchas veces nos cuesta, porque las tentaciones nos enfrían la intensidad de nuestra fe. Pero  queremos vivirla, queremos proclamarla. Queremos que el Espíritu del Señor venga sobre nosotros y nos llene de fortaleza y de entusiasmo. Que la alegría con que vivimos nuestra fe contagie a los demás. Nuestro compromiso y nuestra alegría tienen que ser siempre evangelizadores de nuestro mundo, que necesita de la luz de la fe.

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