No nos dejemos ahogar por la mediocridad sino busquemos siempre caminos de plenitud
Ex. 40, 16-21; 34-38; Sal. 83; Mt. 13, 47-53
En la vida no
podemos andar con mediocridades, nadando entre dos aguas, quedándonos a medias
tintas. La vida en si misma entraña crecimiento, vitalidad que decimos en una
palabra, y si no crecemos, nos renovamos continuamente nos morimos. Algo que se
realiza fisiológicamente por si mismo en toda persona y en toda edad. Sin
querer entrar en terminologías médicas o técnicas ¿qué es el cáncer sino que
unas células muertas nos invaden y nos van llenando de muerte? Por eso no nos
podemos quedar nunca a medias - quedarnos a medias sería dejar entrar algo de
muerte en nuestra vida - sino que siempre, en todas las etapas de la vida,
hemos de tener espíritu de superación y crecimiento.
Podríais decirme es que ya somos mayores, ya hemos
vivido la vida, ahora ya no tenemos la energía ni la vitalidad de cuando éramos
jóvenes y nos comíamos el mundo. No vale decir esto. No se nos pide que tengamos
la vitalidad de un joven, pero sí que tengamos una verdadera madurez en la
vida, y la madurez no la da solamente la acumulación de los años. Por supuesto
que los años vividos nos enseñan, y precisamente porque nos enseñan es por lo
que nos hemos de dar cuenta de que no podemos perder esa vitalidad de la vida
en si misma, aunque sea con los años y las posibilidades que ahora tengamos.
Somos maduros cuando sabemos darle un sentido hondo a lo que hacemos y a lo que
vivimos. No vivimos de ensoñaciones, sino poniendo bien los pies en la tierra
de lo que es nuestra realidad, pero sabiendo elevar nuestra mente y nuestro
corazón en ese deseo de vivir con plenitud de sentido cada momento.
Esto en el aspecto humano de nuestra existencia en esa
lucha diaria de nuestro vivir, pero esto también en ese camino espiritual que
queremos vivir desde nuestra fe y nuestro seguimiento de Jesús. Es esa madurez
espiritual que le hemos de dar a nuestra vida, esa espiritualidad que nos
anima; una espiritualidad que parte de ese ser espiritual que hay en nosotros,
que nos constituye en persona, pero que fundamentamos por así decirlo en el
Espíritu divino que Dios nos concede, del que nos hemos hecho partícipes desde
nuestro bautismo.
Estos días pasado hemos ido escuchando en el evangelio las
diferentes parábolas de Jesús que Mateo nos ha concentrado en el capítulo trece
de su evangelio. Parábolas que nos han ido hablando del Reino de Dios como
semilla que se planta en nosotros y que hemos de saber hacer fructificar. Ayer
se nos hablaba del Reino como de un tesoro escondido o de una perla preciosa,
por el que hemos de ser capaces de darlo todo. Y hoy nos ha hablado por una
parte del pescador que al sacar la red a la orilla de la playa escoge entre los
peces buenos, mientras desecha los que no sirven, o del hombre sabio que sabe
sacar del arca lo nuevo o lo antiguo según convenga.
Es esa sabiduría que nosotros queremos aprender de la
Palabra del Señor para nuestra vida, para buscar lo que en verdad vale, lo que
en verdad es importante y por lo que merece la pena darlo todo. Como un tesoro,
como una perla preciosa. Ese tesoro y esa perla que en la sabiduría infinita de
Dios y en su eterna misericordia llega a nosotros para ayudarnos a descubrir
caminos, para alentarnos en nuestra vida para que nuestra vida crezca, para
fortalecernos en nuestro caminar a pesar de nuestra debilidades y carencias.
Queremos seguir luchando, queremos seguir buscando lo
bueno, queremos intentar que nuestro corazón cada día se llene de más bondad y
generosidad, queremos seguir sintiendo dentro de nosotros esa inquietud por
hacer que cada día nuestro mundo sea un poquito mejor y queremos poner nuestro
granito de arena.
No nos queremos quedar arrumbados a un lado, como si ya
fuéramos inservibles; todos podemos hacer siempre algo bueno, aunque nos
parezca insignificante. Una gota de agua puede parecer insignificante en la
inmensidad del mar, pero el mar no sería mar, el océano no sería océano si no
estuviera formado por esos miles y millones de gotas que nos puedan parecer
insignificantes.
Pongamos la gotita de agua o el granito de arena de
nuestra vida que no es tan insignificante y veremos cuanto de bueno podemos
hacer. Pongamos con intensidad eso que yo soy en la vida y nos sentiremos
fuertes y con mayores deseos aun de crecer más y más dándonos así cuenta de
cuánta vida hay aun en nosotros. Busquemos esa perla preciosa, ese tesoro de la
sabiduría de Dios que enriquece nuestra vida y nos hace sentirnos en verdad
fuertes para seguir luchando. No nos dejemos ahogar en la mediocridad que solo
nos llevaría a la muerte.
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