El rostro resplandeciente de un
cristiano tiene que expresar que lleva a Dios consigo
Ex. 34, 29-35; Sal. 98; Mt. 13, 44-46
‘La cara es el espejo
del alma’ es un
dicho o proverbio popular de mucha sabiduría. Si estamos alegres eso se va a
manifestar en la brillantez de nuestro rostro; si estamos, por otra parte,
enojados o tristes difícilmente podremos ocultarlo. Creo que todos tenemos la
experiencia de encontrarnos con personas que nos trasmiten paz y serenidad
solamente con su presencia y su mirada: una persona bondadosa lo reflejará en
su rostro de manera que con gusto nos acercamos a ella pues parece como si de
esa bondad o de esa paz nos contagiemos nosotros también.
Sin embargo podemos tener el peligro y la tentación de
querer ocultar nuestros sentimientos porque no queremos manifestar lo que de
verdad llevamos dentro. ¿Será porque será malo? ¿será porque quizá nos
avergüence manifestar lo que sentimos porque así nos parecería que somos más
débiles? Por otra parte nos encontramos
también personas que van siempre con ceño fruncido, que no son capaces de sonreír,
que podría parecer que van siempre enojadas. Dejemos trasparentar nuestros
mejores sentimientos.
¿Por qué me hago esta reflexión que estoy compartiendo
con ustedes? Me da pie lo que hemos escuchado hoy en el libro del Éxodo. ‘Cuando bajó Moisés del Monte Sinaí con
las dos tablas de la alianza en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de
la cara, de haber hablado con el Señor. Pero Aarón y todos los israelitas
vieron a Moisés con la piel de la cara radiante’. Estaban impresionados, no
se atrevían a acercarse a Moisés, por eso dice el autor sagrado que luego
Moisés se echó un velo por la cara.
Grande había sido la experiencia de Dios que había
vivido Moisés en el Sinaí. Como escuchábamos ayer ‘el Señor hablaba con Moisés
cara a cara, como habla un hombre con su amigo’. Moisés venía de la presencia
del Señor. Grande tenía que ser el gozo que llevaba en su alma por haber
contemplado la gloria del Señor y esa gloria del Señor se iba reflejando ahora
en su rostro radiante. Lo que había vivido, todo lo que había experimentado
ahora se reflejaba en ese resplandor. Ese brillo y resplandor no lo podía
ocultar, ni podía ocultar la experiencia de Dios que había vivido. Eso marcaba
su vida para siempre.
Pero creo que todo esto tiene que hacernos reflexionar
para nuestra vida. No es necesario que subamos a lo alto de la montaña del Sinaí
para vivir nuestra experiencia de Dios. Por la fe que tenemos, una fe que tiene
que ser viva y fuerte, tendríamos que sentirnos llenos de Dios. Muchas veces lo
hemos reflexionado cómo Dios quiere venir a habitar en nosotros. No es
necesario que nos extendamos nuevamente en ello. Pero sí hemos de ser
conscientes que ya desde nuestro Bautismo hemos sido consagrados para ser morada
de Dios, templos del Espíritu Santo.
Y eso que así hemos de vivir en el día a día de nuestra
vida se intensifica cuando nos unimos a Cristo en los Sacramentos. Ya el mero
hecho de estar reunidos para celebrar la Eucaristía tendría que hacer resplandecer
nuestro corazón con la gloria del Señor. Pero cuando además en la Eucaristía
comemos a Cristo, nos alimentamos de El, nos estamos llenando intensamente de
su vida, de su amor, de su paz. Por eso me atrevo a decir que no tiene sentido
ni que vivamos nuestra Eucaristía de manera fría y sin que deje huella en
nosotros, ni que salgamos de la Eucaristía, después de haber comulgado a
Cristo, con rostros de amargura, con sentimientos de tristeza, con pensamientos
de muerte. Tendríamos que sentirnos transformados. Tendría que resplandecer
nuestro rostro con un brillo nuevo y especial porque llevamos a Cristo con
nosotros.
En Cristo siempre encontramos paz, nos llenamos de
esperanza, nos sentimos cada vez más impulsados al amor, nos sentimos
comprometidos con lo bueno, hemos de estar rebosantes de alegría. Pero, seamos
sinceros, ¿es eso lo que reflejamos cuando salimos de la Misa, cuando salimos
de la Iglesia? ¿Qué es lo que habrá pasado para que no lleguemos a resplandecer
con esa paz? ¿Por qué no brilla nuestro rostro como el de Moisés? Muchas cosas
tendríamos que analizar.
Que nuestro rostro refleje de verdad que llevamos a
Dios con nosotros y asi trasmitamos paz y serenidad, brillemos por nuestra
bondad y nos apartemos siempre del mal.
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