Vistas de página en total

miércoles, 31 de julio de 2013

El rostro resplandeciente de un cristiano tiene que expresar que lleva a Dios consigo

Ex. 34, 29-35; Sal. 98; Mt. 13, 44-46
‘La cara es el espejo del alma’ es un dicho o proverbio popular de mucha sabiduría. Si estamos alegres eso se va a manifestar en la brillantez de nuestro rostro; si estamos, por otra parte, enojados o tristes difícilmente podremos ocultarlo. Creo que todos tenemos la experiencia de encontrarnos con personas que nos trasmiten paz y serenidad solamente con su presencia y su mirada: una persona bondadosa lo reflejará en su rostro de manera que con gusto nos acercamos a ella pues parece como si de esa bondad o de esa paz nos contagiemos nosotros también.
Sin embargo podemos tener el peligro y la tentación de querer ocultar nuestros sentimientos porque no queremos manifestar lo que de verdad llevamos dentro. ¿Será porque será malo? ¿será porque quizá nos avergüence manifestar lo que sentimos porque así nos parecería que somos más débiles?  Por otra parte nos encontramos también personas que van siempre con ceño fruncido, que no son capaces de sonreír, que podría parecer que van siempre enojadas. Dejemos trasparentar nuestros mejores sentimientos.
¿Por qué me hago esta reflexión que estoy compartiendo con ustedes? Me da pie lo que hemos escuchado hoy en el libro del Éxodo. ‘Cuando bajó Moisés del Monte Sinaí con las dos tablas de la alianza en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor. Pero Aarón y todos los israelitas vieron a Moisés con la piel de la cara radiante’. Estaban impresionados, no se atrevían a acercarse a Moisés, por eso dice el autor sagrado que luego Moisés se echó un velo por la cara.
Grande había sido la experiencia de Dios que había vivido Moisés en el Sinaí. Como escuchábamos ayer ‘el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo’. Moisés venía de la presencia del Señor. Grande tenía que ser el gozo que llevaba en su alma por haber contemplado la gloria del Señor y esa gloria del Señor se iba reflejando ahora en su rostro radiante. Lo que había vivido, todo lo que había experimentado ahora se reflejaba en ese resplandor. Ese brillo y resplandor no lo podía ocultar, ni podía ocultar la experiencia de Dios que había vivido. Eso marcaba su vida para siempre.
Pero creo que todo esto tiene que hacernos reflexionar para nuestra vida. No es necesario que subamos a lo alto de la montaña del Sinaí para vivir nuestra experiencia de Dios. Por la fe que tenemos, una fe que tiene que ser viva y fuerte, tendríamos que sentirnos llenos de Dios. Muchas veces lo hemos reflexionado cómo Dios quiere venir a habitar en nosotros. No es necesario que nos extendamos nuevamente en ello. Pero sí hemos de ser conscientes que ya desde nuestro Bautismo hemos sido consagrados para ser morada de Dios, templos del Espíritu Santo.
Y eso que así hemos de vivir en el día a día de nuestra vida se intensifica cuando nos unimos a Cristo en los Sacramentos. Ya el mero hecho de estar reunidos para celebrar la Eucaristía tendría que hacer resplandecer nuestro corazón con la gloria del Señor. Pero cuando además en la Eucaristía comemos a Cristo, nos alimentamos de El, nos estamos llenando intensamente de su vida, de su amor, de su paz. Por eso me atrevo a decir que no tiene sentido ni que vivamos nuestra Eucaristía de manera fría y sin que deje huella en nosotros, ni que salgamos de la Eucaristía, después de haber comulgado a Cristo, con rostros de amargura, con sentimientos de tristeza, con pensamientos de muerte. Tendríamos que sentirnos transformados. Tendría que resplandecer nuestro rostro con un brillo nuevo y especial porque llevamos a Cristo con nosotros.
En Cristo siempre encontramos paz, nos llenamos de esperanza, nos sentimos cada vez más impulsados al amor, nos sentimos comprometidos con lo bueno, hemos de estar rebosantes de alegría. Pero, seamos sinceros, ¿es eso lo que reflejamos cuando salimos de la Misa, cuando salimos de la Iglesia? ¿Qué es lo que habrá pasado para que no lleguemos a resplandecer con esa paz? ¿Por qué no brilla nuestro rostro como el de Moisés? Muchas cosas tendríamos que analizar.

Que nuestro rostro refleje de verdad que llevamos a Dios con nosotros y asi trasmitamos paz y serenidad, brillemos por nuestra bondad y nos apartemos siempre del mal.

No hay comentarios:

Publicar un comentario