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domingo, 28 de julio de 2013

Le pedimos que nos enseñe a orar y nos enseña a decir Padre

Gén. 18, 20-32; Sal. 137; Col. 2, 12-14; Lc. 11, 1-13

‘Enséñanos a orar’, le piden a Jesús sus discípulos ‘una vez que estaba orando en cierto lugar’. Eran un pueblo creyente a los que acompañaba la oración en todos los momentos del día. Así estaba prescrito en la ley del Señor, ya salieran o entraran de casa, ya comenzaran un trabajo o se retiraran a descansar, ya fuera cada día en cualquier ocasión o de manera especial cuando el día del Señor se reunía en la sinagoga para el rezo de los Salmos y la escucha de la Palabra.
David les había dejado hermosos cánticos e himnos que eran utilizados en el culto - o al menos se le atribuían a David que había reglamentado el culto del templo - pero los profetas que iban apareciendo en medio del pueblo les enseñaban a orar como lo hacía ahora Juan con sus discípulos allá en el desierto junto al Jordán. De su época era el grupo de los esenios que en las orillas del mar muerto llevaban una vida dedicada por entero a la oración.
Veían a Jesús orar en toda ocasión, y ya no era solamente cuando estaba reglamentado por el culto o la ley, sino que contemplaban como se retiraba a solas en muchas ocasiones a orar, ya fuera en el descampado o subiera a las montañas altas, como sucedió en el Tabor. Ahora le piden que les enseñe. ¿Cómo ha de ser la oración que han de hacer a Dios? ¿Se reducirán a repetir los salmos que ya traía el libro sagrado o habría otra manera?
Y Jesús les deja un modelo de oración; un modelo no significa simplemente una fórmula a aprender de memoria y repetir, sino un estilo y un sentido de lo que ha de ser la verdadera oración del discípulo. Y aunque muchas veces nos entretengamos en dar muchas explicaciones y buscar razonamientos para analizar lo que Jesús les enseñó, realmente era algo muy sencillo que estaba al alcance de todo creyente.
Sencillo porque simplemente Jesús nos enseñaba cómo ponernos delante de Dios, con qué actitud profunda del corazón y con qué espíritu. Es simplemente eso, ponernos ante Dios reconociendo en su presencia su amor. Por eso la primera palabra es Padre y ahí va todo encerrado. Decir Padre es decir tú, mi Dios me amas; a ti quiero yo amarte respondiendo a tu amor.
Cuando decimos Padre, cuántas cosas estamos reconociendo. Si decimos Padre es porque nos sentimos amados y porque queremos amar. Y cuando queremos amar queremos todo lo bueno para aquel a quien amamos y de quien nos sentimos amados. Cuando decimos Padre es que queremos portarnos como hijos; cuando decimos Padre estamos mirando con unos nuevos ojos no solo al Dios que nos creó y que nos ama, sino que estaremos mirando con una mirada distinta cuanto nos rodea, cuantos nos rodean.
Cuando le decimos Padre a Dios, queremos su gloria, la gloria del nombre del Señor; nos estamos regocijando sabiendo que ese Dios nos ama y nos quiere como hijos y su nombre para siempre será bendito, será lo más dulce que pongamos en nuestros labios y ya para siempre su voluntad será para siempre nuestra norma y nuestro estilo de actuar.
Una cosa muy sencilla nos está enseñando Jesús, porque nos está enseñando a pronunciar con un nuevo sabor una palabra, padre. Y en ese padre descargamos nuestro corazón, todo cuando llevamos dentro de nosotros. Por eso al decir Padre nos damos cuenta de nuestras necesidades, pero también nos damos cuenta de las necesidades de los hermanos que están a nuestro lado. Por eso tras esa palabra irán surgiendo esas peticiones para el pan de cada día, para el sentido nuevo de cada día en que hemos de vivir, para sentir toda la fuerza divina en nosotros para vernos libres de todo mal y de toda tentación.
Le pedimos al Señor que nos enseñe a orar y nos enseña a decir Padre. Y ahí está todo lo que tenemos que decirle a Dios. Ahí está toda la alegría y el gozo grande del alma al sentirnos amados de ese Dios que es nuestro Padre.
Luego nos explicará Jesús que podemos tener la confianza y la certeza absoluta de que en nuestra oración Dios siempre nos escucha. Es el Padre que escucha a sus hijos y le dará lo mejor. Pero es también el amigo a quien no nos importe importunar, porque siempre al final terminará cediendo para darnos lo que necesitamos. Por eso no nos podemos cansar de nuestra oración primero porque estamos gozándonos en ese encuentro con el Padre bueno que nos ama, pero además porque nos da la confianza para que acudamos a El en toda ocasión.

Por eso nos dice: ‘Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre’. No podemos acercarnos al Señor con desconfianza. Eso es lo que hará que no se nos conceda lo que pedimos, porque es que no lo hacemos con fe, con la confianza total que nos enseña Jesús a tener con el Padre.

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