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viernes, 2 de agosto de 2013

Los prejuicios nos impiden una aceptación sincera de los demás

Lev. 23, 1.4-11.15-16.27.34-37; Sal. 80; Mt. 13, 54-58
Muchas veces en la vida nos dejamos influenciar por ideas preconcebidas, prejuicios, que nosotros mismos nos hayamos hecho sobre las personas o los aconteceres de nuestro alrededor o también influenciados por la opinión de otros o las presiones que desde determinados lugares de poder (así podríamos decir de manera suave) nos puedan estar realizando.
Nos cuesta ser imparciales y objetivos, o tener justos criterios de juicio sin dejarnos influenciar para llegar a una opinión lo más justa posible. Es lo que dice o piensa todo el mundo y ya no nos molestar en analizar si es verdadero; salió en determinado medio de comunicación y ya se toma como una verdad absoluta; hacia aquella persona porque no es de mi misma opinión o no me cae bien en algún aspecto, ya tenemos nuestros prejuicios bien determinados y diga lo que diga o haga lo que haga ya siempre será tal o cual, por no poner aquí ningún epíteto.
En la vida social, en la política, en los enfrentamientos que pueden surgir entre vecinos o en las propias familias, porque lo dice fulanito o porque un día hizo algo que no nos agradó, vamos marcando a la gente y no somos capaces de aceptarnos y ya nunca veremos nada positivo en lo que haga o en lo que diga. Qué difícil, pienso, es que podamos con esas determinaciones construir entre todos el edificio de nuestra sociedad en el que a la larga todo tenemos que estar bajo el mismo techo, todos tenemos que convivir. Así nos va, que no terminamos de dar pasos verdaderos hacia adelante.
Me hago esta reflexión que creo que nos puede ayudar a pensar un poco en qué es lo que hacemos de nuestra sociedad y nuestro mundo, mirando por una parte esa realidad de nuestras relaciones mutuas y nuestra convivencia de cada día, pero escuchando al mismo el evangelio que se nos proclama en este día que nos habla de las reacciones de la gente de Nazaret ante la presencia y el actuar de Jesús.
Hacemos una lectura de este evangelio recordando en paralelo lo que de este mismo episodio nos narra san Lucas. Recordamos que fue cuando Jesús leyó aquel texto de Isaías que fue como su discurso programático al inicio de su vida pública. En principio parecen reacciones positivas de admiración ante la sabiduría de Jesús y el poder que manifiesta pues a sus oídos han llegado ya noticias de sus milagros. Pero es solo un primer momento, porque pronto comenzarán a recordar que si es el hijo del carpintero, que si allí están sus parientes, que de donde saca todos esos saberes y poderes, porque a El lo han visto desde niño allí entre ellos.
Los prejuicios porque de donde ha aprendido todas esas cosas, las pretendidas manipulaciones porque querrán presentarse con orgullo ante los pueblos vecinos como que tienen entre ellos alguien muy poderoso, los recelos y las desconfianzas. Terminará diciendo el evangelista que Jesús allí no hizo milagros por su falta de fe. El reconocimiento de lo que Jesús hacía no les sirvió para despertar su vida. Grandes eran los recelos, desconfianzas, los intentos incluso de manipulación podríamos ver en el fondo.
Qué parecido a lo que decíamos al principio de nuestra reflexión sobre lo que sigue sucediendo hoy entre nosotros y cuantas consecuencias tendríamos que sacar para nosotros. Cuantas consecuencias en el camino de nuestra fe, de nuestra manera de acercarnos a Jesús. A El tenemos que acercarnos con fe pura y limpia; hasta Jesús tenemos que llegar siempre con corazón bien abierto para que llegue a nosotros todo lo que es la novedad de la vida nueva de la gracia que El quiere regalarnos.
No podemos acercarnos a Jesús desde intereses torcidos ni desde prejuicios predeterminados; no podemos ir a Jesús para que nos diga simplemente lo que nos agrade a nuestros oídos, sino con la sinceridad de un corazón humilde que se deje interpelar por la palabra y la presencia de Jesús.
Y de la misma manera en nuestra relación con los demás; alejemos de nosotros prejuicios hacia las otras personas; cuantos juicios injustos de desconfianza, de condena incluso, nos hacemos en nuestro interior cuando nos acercamos así prevenidos contra los demás y que algunas veces manifestamos externamente con nuestras actitudes y posturas y hasta con nuestras palabras descalificatorias hacia los demás.
Qué difícil una convivencia sana y constructiva cuando llevamos en nuestro interior esas posturas. Qué difícil construir una sociedad mejor para todos cuando tenemos esa desconfianza en el corazón hacia los otros y en lugar de aprovechar todo lo bueno, destruimos con nuestras descalificaciones y nuestros enfrentamientos irracionales.

Mucho nos hace pensar este evangelio, si queremos recibirlo como una buena nueva de gracia de Jesús para nuestra vida.

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