Una profundidad y una autencidad de vida nacida del amor
2Cor. 3, 15.18-4, 1.3-6; Sal. 84; Mt. 5, 20-26
Cuando en nuestro trato o relación con los demás
apreciamos que las personas actúan solo por el mero cumplimiento o por la
apariencia o simplemente para hacer méritos sentimos algo así como pena en
nuestro interior por la superficialidad con que se actúa sin hacer las cosas
sintiéndolo desde lo más hondo o con la mayor autenticidad.
Es algo que nos puede suceder en nuestra relación con
el Señor y con lo que ha de ser la práctica de nuestra vida cristiana; no nos
podemos quedar en meras apariencias, porque denotarían una falsedad cuando
hacemos algo que no lo sentimos en nuestro interior, o cuando hacemos las cosas
como mero cumplimiento porque denotaría una cierta superficialidad en nuestro
obrar.
Jesús nos pide autenticidad, profundidad a aquello que
hacemos o con lo que queremos responder en nuestra vida cristiana a todo lo que
El nos ofrece. Ayer le escuchábamos que nos decía que no venía a abolir sino a
dar plenitud; hoy nos dice que si no somos mejores que los escribas y fariseos
no entenderíamos lo que es el Reino de los cielos. Ya sabemos cómo los fariseos
eran muy minuciosos en sus cumplimientos quedándose en el cumplimiento estricto
de las más pequeñas cosas pero sin darle hondura a sus vidas, porque mientras
tanto sus posturas iban bien lejos de lo que les pedía el Señor con sus
interpretaciones tan a la letra de la ley de Dios.
Como escuchamos decir tantas veces ‘yo no mato ni robo, yo no tengo pecados’, sin embargo Jesús quiere
abrirnos los ojos para que nos demos cuenta de que en ese mandamiento de amor
no se trata de quitar o no la vida de alguien, sino que el amor ha de ir mucho
más allá.
‘Habéis oído que se
dijo a los antiguos: No matarás y el que mate será procesado. Pero yo os digo:
todo el que esté peleado con su hermano, será procesado’. Luego ese mandamiento no es el
hecho de matar o no, sino que ahí entrará todo lo que sea falta de amor hacia
el hermano; nos habla de peleas, como nos habla de los insultos o palabras que
con violencia digamos contra los demás, pero bien sabemos que no nos podemos
quedar en la letra solamente de lo que nos dice Jesús.
Ahí tenemos que saber apreciar todo lo que es la
delicadeza del amor, el buen trato, el respeto, las buenas palabras, lo que
seamos capaces de compartir con el otro, la sinceridad con que vivamos nuestras
mutuas relaciones. En muchas cosas, en muchos detalles tendríamos que fijarnos,
muchas actitudes nuevas se necesitan en nuestro corazón.
Y nos hablará también de reconciliación, de reencuentro
y de búsqueda de entendimiento en aquellas cosas en las que podamos discrepar.
Lo que entrañaría también la capacidad de comprendernos y de perdonarnos. Si
nos amamos de verdad, porque ahí está la raíz y lo que le va a dar profundidad
y autenticidad a lo que hacemos, es la búsqueda siempre de lo bueno para los
otros porque todos hemos de sentirnos siempre hermanos.
No es solo ya que no nos ofendamos o dañemos mutuamente
sino que amándonos hemos de buscar siempre el bien para el otro que es mi
hermano. Por eso nos habla de
reconciliarnos antes de presentar nuestra ofrenda en el altar o de buscar la
armonía y la paz en los pleitos que podamos tener antes de que sea tarde y más
difícil la reconciliación.
¿Cómo podemos presentarnos ante Dios para presenta
nuestra ofrenda o nuestra acción de gracias o para pedir misericordia para
nosotros, si no somos capaces de tener misericordia con el hermano? Ese amor,
esa reconciliación, ese entendimiento y esa búsqueda de armonía y paz, aunque
nos cueste, es la mejor ofrenda que podemos presentar al Señor.
Seguiremos escuchando el sermón del monte donde Jesús
nos va desgranando ese mensaje para que lleguemos a entender de verdad y a
vivir todo lo que es el Reino de Dios.
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