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domingo, 30 de septiembre de 2012


En todos hay algo bueno para contribuir a hacer un mundo mejor

Núm. 11, 25-29; Sal. 18; Sant. 5, 1-6; Mc. 9, 38-43.45.47-48
En ocasiones damos la impresión de que nos creemos que nosotros somos los únicos buenos o los únicos que sabemos hacer las cosas bien. Mala cosa es el orgullo de creernos únicos y creernos los mejores. Pero sabemos lo que nos pasa, desconfiamos de los demás, desconfiamos de que puedan hacer las cosas bien, desconfiamos de que haya algo bueno en los que quizá no piensan como nosotros o tienen otras ideas.
Pasa esto en todos los campos, en lo religioso o en lo político, en el tema de los conocimientos o de las experiencias, en muchas facetas de la vida; somos un encanto para poder pegas a lo que hacen los demás… Mala contribución hacemos al bien común y a la construcción de un mundo mejor con estas desconfianzas y con este no saber respetar y valorar las cosas, las ideas o la manera de hacer de los otros. Mal contribuimos a una buena convivencia con actitudes así. Cuántos conflictos nos evitaríamos.
Hoy Jesús nos da una buena lección. Igual que el joven Josué, celoso de salvaguardar la autoridad de Moisés, quiso hacer callar a aquellos que sin estar en la tienda del encuentro recibieron también el espíritu de profecía, en el evangelio vemos como Juan viene diciendo que trataron de impedir que expulsasen demonios aquellos que sin ser del grupo de Jesús pero en su nombre realizaban tales milagros. ‘No se lo impidáis, les dice Jesús, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede hablar mal de mi. El que no está contra nosotros, está a favor nuestro’.
‘Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor’, le respondió Moisés. Lo que presiente Moisés y de alguna manera habla proféticamente es algo que con Jesús se va a realizar, porque desde el Bautismo que nos une a Jesús con Jesús nos hace sacerdotes, profetas y reyes. Somos un pueblo santo, sacerdotal y profético. Ungidos estamos todos por el Espíritu del Señor para que podamos hacer las obras de Dios. Lo bueno y lo justo ya no es prerrogativa de unos pocos, sino que quien está haciendo el bien siempre en él también podemos y tenemos que descubrir el Espíritu de Dios que está actuando en él.
Es lo que nos hace sentirnos en verdad pueblo de Dios que camina unido; pueblo de Dios que se siente en comunión verdadera; pueblo de Dios en que cada uno hemos de ir poniendo nuestro grano de arena de bondad y de amor, de obras de justicia y de verdad; pueblo de Dios en que nos queremos y respetamos, y nos valoramos y nos aceptamos; pueblo de Dios en que todos nos sentimos responsables de su marcha, de su caminar; pueblo de Dios que sentimos la preocupación por lo bueno, la preocupación por las cosas de la Iglesia como algo nuestro, la preocupación por ese mundo en que habitamos y aprendemos a convivir con todos aunque nos puedan parecer distintos porque piensen de forma distinta, pero en donde siempre valoramos lo bueno que hacen los demás, porque hasta una cosa tan sencilla como un vaso de agua dado con buena intención ya es una manifestación, una semilla de reino de Dios que estamos encontrando.
Y como pueblo santo que hemos de ser no sólo cada uno ha de evitar lo malo, alejarse de lo malo, sino que además nunca podemos incitar a lo malo a los que están a nuestro lado. Por eso la dureza con que Jesús habla del escándalo, que es ese incitar a lo malo, y como hemos de procurar alejarnos de todo lo que sea malo, poniéndonos esas expresiones tan duras de que es mejor entrar cojo, manco o tuerto en el reino de los cielos que con todos los miembros o sentidos ser arrojado al fuego del infierno.
Jesús en estas conversaciones que va teniendo con sus discípulos más cercanos les va ayudando a descubrir esas actitudes y valores nuevos que han de tener en su corazón y plasmar en su vida quienes quieren seguirle. No tiene que ser sólo el entusiasmo que podamos sentir por Jesús cuando le vemos realizar cosas maravillosas sino que es un irnos impregnando del espíritu de Jesús que nos está enseñando ese nuevo actuar.
Cuando venimos aquí a la Eucaristía y escuchamos su Palabra es así cómo tenemos que escucharla abriendo nuestro corazón a la enseñanza que nos va desgranando Jesús para ir dándole la vuelta a nuestra vida, cambiando esas actitudes muchas veces cerradas y egoístas que se nos han metido en el corazón para comenzar a actuar de una forma nueva y distinta. Es la maravilla del Evangelio que se nos va anunciando y vamos escuchando y que nos va haciendo tener una mirada nueva a cuanto nos rodea.
Cómo tenemos que aprender a abrir los ojos para descubrir todo lo bueno que hay a nuestro alrededor, todo lo bueno que florece también en el corazón y en la vida de los que nos rodean, cómo tenemos que ir quitando prejuicios de nuestra vida que tanto daño nos hacen porque cuando nos acercamos con un prejuicio al otro ya nos costará aceptarlo, comprenderlo y descubrir todo lo bueno que también hay en él.
Tenemos que saber superar esos impulsos primarios que muchas veces surgen en nosotros que si vemos en un momento algo que no nos gusta o con lo que no estamos de acuerdo, ya luego seguimos con ese prejuicio y no somos capaces de ver que también pueden haber otras cosas buenas en la persona, o que también la persona puede cambiar una actitud o una postura no buena que en algún momento haya podido tener. Queremos que nos acepten a nosotros y que reconozcan también que podemos cambiar, pero cuánto nos cuesta reconocerlo en los otros.
Ese estilo de amor que nos enseña Jesús se tiene que traducir en esa mirada nueva al otro, en esa aceptación, en ese respeto, en esa valoración que hacemos de los demás. Siempre será una mirada llena de amor, de comprensión, de amistad, rebosante de paz. Y si con ese estilo de amor que nos enseña Jesús en el evangelio estamos llamados a hacer un mundo nuevo - decimos siempre que queremos construir el Reino de Dios - es por esos caminos donde aprendemos a colaborar juntos cada uno poniendo su granito de bondad y de amor es como podremos lograrlo.
Todo esto hemos de vivirlo con sinceridad dentro de nuestra propia Iglesia, que siempre ha de ser madre de misericordia, como en el ámbito de nuestras relaciones de convivencia de cada día con los que están a nuestro lado, familia, amigos, vecinos, compañeros de trabajo, o los que cohabitamos en un mismo lugar. Dijimos en el ámbito de la propia iglesia y hemos de reconocer cuántas divisiones y separaciones se han creado en la Iglesia de Jesús que se han ahondado más y más con el paso de los siglos. Qué distinto sería todo si todos los creyentes en Jesús tuviéramos una mirada distinta y más llena de amor con los hermanos.
De cuántos prejuicios tenemos que liberarnos; intentémoslo y veremos que nuestra convivencia va a florecer en frutos de hermosa amistad y armonía, nuestras relaciones estarán más llenas de paz, y además veremos cómo podemos hacer grandes cosas, hermosas cosas que nos harán a todos mejores.
Llenémonos del Espíritu de Jesús, que es espíritu de fortaleza y de profecía, de comunión y de paz, de temor de Dios y de amor y lograremos un mundo mejor que cada vez más se parezca al Reino de Dios.

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