Desde nuestra rebeldía interior busquemos la luz que nos llena de paz
Job. 3, 1-3.11-17.20-23; Sal. 87; Mt. 18, 1-5.10
¡Qué oscuros se nos vuelven nuestros caminos cuando nos
atenaza el dolor, los problemas nos agobian o no vemos salida a nuestros
sufrimientos! Perdemos la esperanza, pareciera que nuestra vida carece de
sentido y nos preguntamos a veces para qué vivir. En ocasiones pasamos por
momentos así de oscuridad, de duda, de rebeldía interior porque decimos que
somos maltratados por la vida y lo que nos sucede.
Es la situación en la que se encontraba el justo y
paciente Job. Como escuchábamos ayer había perdido todas sus posesiones e
incluso sus hijos; lo que parecía en su prosperidad que todo eran bendiciones
de Dios ahora pareciera que se volvieran maldiciones. Ahora también una llaga
dolorosa envolvía todo su cuerpo y la vida parecía para él un sin sentido. Son
las expresiones duras que escuchamos hoy en esta lectura.
Y qué bien reflejan nuestras situaciones cuando pasamos
por momentos duros y dolorosos en la vida, en que de una manera u otra aparecen
también esos sentimientos de desesperanza y amargura en nuestra vida. Habrán
brotado de nuestros labios frases semejantes o las habremos escuchado a nuestro
alrededor en momentos de desesperanza y de turbación por una enfermedad, por
una muerte repentina, por un accidente que haya podido sufrir un familia, un
amigo o una persona querida, cuando no nosotros mismos.
Cuando nosotros estamos escuchando hoy la Palabra de
Dios que se nos proclama nos dejamos guiar y conducir por la sabiduría de la
Iglesia que en su liturgia nos va ofreciendo pautas para que encontremos esa
luz que necesitamos y nos ayude a salir de esas sombras.
Como respuesta a lo escuchado en la primera lectura,
pero como respuesta que nosotros hemos de darle al Señor se nos ha ofrecido un
salmo que nos ayuda a orar con confianza a Dios, haciendo que surja nuestra
súplica desde lo más hondo de nuestro
corazón. ‘Llegue, Señor, hasta ti mi
súplica’, hemos repetido y orado una y otra vez en el salmo. ‘Inclina tu oído a
mi clamor… mi alma está colmada de desdichas, mi vida está al borde del abismo…
soy como un inválido, como los caídos que yacen en el sepulcro’. Nuestra
vida puede estar llena de dolores y de tinieblas, pero seguimos confiando en el
Señor.
El salmo es la oración de un hombre enfermo y que ve su
vida en peligro, que puede morir, por eso suplica desde lo más hondo de sí
mismo al Señor. Así queremos nosotros
también suplicar al Señor, porque aunque todo lo veamos oscuro sabemos que la
luz del Señor no nos faltará, que su mirada sobre nosotros es luz que nos
ilumina y el Señor siempre escucha nuestra súplica.
Podemos unir esta reflexión que nos estamos haciendo a
partir del libro de Job con la celebración que hoy nos ofrece la liturgia. Es
la fiesta de los Santos Ángeles Custodios. El Señor hace sentir su presencia y
protección con los santos ángeles que protegen nuestra vida. Esos espíritus
puros que están en la presencia del Señor alabándole y cantando su gloria, como
el otro día veíamos al celebrar a los santos Arcángeles, pero que Dios he
querido poner a nuestro lado para hacernos sentir la presencia y la gracia del
Señor.
‘Concédenos que su continua
protección nos libre de los peligros presentes y nos lleve a la vida eterna’, pediremos en una de las oraciones
de la liturgia de este día. Que con la tutela de los santos ángeles vayamos
siempre por los caminos de la salvación y de la paz. Los ángeles nos inspiran
en nuestro corazón para lo bueno, nos iluminan para que descubramos la verdad y
el bien, mueven nuestro corazón por los caminos del amor, y en esas situaciones
difíciles nos hacen poner toda nuestra confianza en el Señor.
Cuántas veces, casi sin darnos cuenta, sentimos en
nuestro interior que somos movidos, impulsados a lo bueno; es nuestro ángel de
la guarda que ahí está inspirándonos el camino del bien y que quiere
prevenirnos de todo lo malo. Dejémonos conducir por esas inspiraciones divinas
que nos llevarán siempre por los caminos de Dios.
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