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martes, 2 de octubre de 2012


Desde nuestra rebeldía interior busquemos la luz que nos llena de paz

Job. 3, 1-3.11-17.20-23; Sal. 87; Mt. 18, 1-5.10
¡Qué oscuros se nos vuelven nuestros caminos cuando nos atenaza el dolor, los problemas nos agobian o no vemos salida a nuestros sufrimientos! Perdemos la esperanza, pareciera que nuestra vida carece de sentido y nos preguntamos a veces para qué vivir. En ocasiones pasamos por momentos así de oscuridad, de duda, de rebeldía interior porque decimos que somos maltratados por la vida y lo que nos sucede.
Es la situación en la que se encontraba el justo y paciente Job. Como escuchábamos ayer había perdido todas sus posesiones e incluso sus hijos; lo que parecía en su prosperidad que todo eran bendiciones de Dios ahora pareciera que se volvieran maldiciones. Ahora también una llaga dolorosa envolvía todo su cuerpo y la vida parecía para él un sin sentido. Son las expresiones duras que escuchamos hoy en esta lectura.
Y qué bien reflejan nuestras situaciones cuando pasamos por momentos duros y dolorosos en la vida, en que de una manera u otra aparecen también esos sentimientos de desesperanza y amargura en nuestra vida. Habrán brotado de nuestros labios frases semejantes o las habremos escuchado a nuestro alrededor en momentos de desesperanza y de turbación por una enfermedad, por una muerte repentina, por un accidente que haya podido sufrir un familia, un amigo o una persona querida, cuando no nosotros mismos.
Cuando nosotros estamos escuchando hoy la Palabra de Dios que se nos proclama nos dejamos guiar y conducir por la sabiduría de la Iglesia que en su liturgia nos va ofreciendo pautas para que encontremos esa luz que necesitamos y nos ayude a salir de esas sombras.
Como respuesta a lo escuchado en la primera lectura, pero como respuesta que nosotros hemos de darle al Señor se nos ha ofrecido un salmo que nos ayuda a orar con confianza a Dios, haciendo que surja nuestra súplica desde lo  más hondo de nuestro corazón. ‘Llegue, Señor, hasta ti mi súplica’, hemos repetido y orado una y otra vez en el salmo. ‘Inclina tu oído a mi clamor… mi alma está colmada de desdichas, mi vida está al borde del abismo… soy como un inválido, como los caídos que yacen en el sepulcro’. Nuestra vida puede estar llena de dolores y de tinieblas, pero seguimos confiando en el Señor.
El salmo es la oración de un hombre enfermo y que ve su vida en peligro, que puede morir, por eso suplica desde lo más hondo de sí mismo al Señor. Así queremos  nosotros también suplicar al Señor, porque aunque todo lo veamos oscuro sabemos que la luz del Señor no nos faltará, que su mirada sobre nosotros es luz que nos ilumina y el Señor siempre escucha nuestra súplica.
Podemos unir esta reflexión que nos estamos haciendo a partir del libro de Job con la celebración que hoy nos ofrece la liturgia. Es la fiesta de los Santos Ángeles Custodios. El Señor hace sentir su presencia y protección con los santos ángeles que protegen nuestra vida. Esos espíritus puros que están en la presencia del Señor alabándole y cantando su gloria, como el otro día veíamos al celebrar a los santos Arcángeles, pero que Dios he querido poner a nuestro lado para hacernos sentir la presencia y la gracia del Señor.
‘Concédenos que su continua protección nos libre de los peligros presentes y nos lleve a la vida eterna’, pediremos en una de las oraciones de la liturgia de este día. Que con la tutela de los santos ángeles vayamos siempre por los caminos de la salvación y de la paz. Los ángeles nos inspiran en nuestro corazón para lo bueno, nos iluminan para que descubramos la verdad y el bien, mueven nuestro corazón por los caminos del amor, y en esas situaciones difíciles nos hacen poner toda nuestra confianza en el Señor.
Cuántas veces, casi sin darnos cuenta, sentimos en nuestro interior que somos movidos, impulsados a lo bueno; es nuestro ángel de la guarda que ahí está inspirándonos el camino del bien y que quiere prevenirnos de todo lo malo. Dejémonos conducir por esas inspiraciones divinas que nos llevarán siempre por los caminos de Dios.

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