Somos el pueblo consagrado al Señor y nuestro amor tiene que ser el de los consagrados
Deut. 26,14-19; Sal. 118; Mt. 5, 43-48
‘Y serás un pueblo
consagrado al Señor tu Dios, como lo tiene prometido’. Serás un pueblo santo, un pueblo
consagrado a Dios. Es lo que le dice Moisés al pueblo en su exhortación a que
cumpla los mandamientos del Señor.
Decimos que una cosa es santa o sagrada por su relación
con el Señor, con el culto a Dios. Consagramos un templo, consagramos un cáliz
para que sea sagrado, para que sea santo, para que sea dedicado solo al culto del
Señor. Un templo no es una simple sana
de reuniones o de fiestas, es el lugar que dedicamos a Dios; por eso lo
bendecimos, lo consagramos. Lo mismo decimos de los objetos de culto, como el
cáliz que mencionábamos.
Moisés le dice al pueblo que Dios ha hecho una alianza
con ellos; han de cumplir el mandamiento del Señor, han de ser fieles a la
Alianza, porque ahora son ya el pueblo de Dios; el pueblo, separado de entre
los demás pueblos, para ser el pueblo santo, el pueblo consagrado al Señor. ‘Hoy te has comprometido con el Señor a
que El sea tu Dios, a ir por sus caminos, a observar sus leyes y preceptos y
mandatos y a escuchar su voz’.
Pero eso nosotros desde nuestro Bautismo que nos une a
Jesús, que nos ha consagrado también, lo decimos con toda profundidad del
cristiano, y del pueblo cristiano. Somos santos, consagrados para Dios en
virtud de nuestro bautismo y formamos parte de un pueblo santo, de un pueblo
consagrado al Señor. Toda nuestra vida, entonces, será siempre para Dios, para
la gloria del Señor. Somos fieles, tenemos que ser fieles cumplimiendo el
mandamiento del Señor porque además formamos parte de ese nuevo pueblo santo,
el pueblo de la nueva y eterna Alianza sellada en la sangre de Cristo.
Esto que estamos reflexionando nos hace pensar en
nuestra dignidad y en nuestra grandeza; pero ha de hacernos pensar también en
la santidad de nuestra vida. Santidad que vamos a manifestar en la fidelidad al
Señor, en la fidelidad a la Alianza del Señor, en el cumplimiento siempre y en
todo de lo que es la voluntad del Señor.
Y ¿en qué precisamente hemos de resplandecer? ¿cuál ha
de ser nuestro distintivo? Bien sabemos que nuestro distintivo es el amor.
Jesús nos lo dejó como su precepto, como su único y nuevo mandamiento. Amarnos
los unos a los otros con un amor como el de Jesús ha de ser en lo que
resplandezca nuestra santidad.
El texto del evangelio de hoy está tomado del sermón de
la montaña, cuando Jesús va explicando a los discípulos las características del
amor cristiano, que no es un amor cualquiera. Hoy nos habla de manera especial
del amor que hemos de tener a todos, y de manera especial a los enemigos o a
los que nos hayan hecho mal. Es una piedra de toque importante para muchos
cristianos el tema del perdón a los que nos hayan ofendido como el tema del
perdón. Pero es algo que hemos de tomarnos muy en serio para darle toda la
profundidad que ha de tener el amor cristiano.
‘Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y
aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: amad a vuestros enemigos,
haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y
calumnian…’ Es claro y tajante Jesús a la hora de pedirnos amor. Nuestro amor
tiene que ser a todos sin distinción. En eso tenemos que diferenciarnos, porque
así nos comportamos ‘como hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace
salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos’.
Pero además nos dice que en algo tenemos que
diferenciarnos de los paganos. Hacer el bien a quien te haya hecho bien lo hace
cualquiera; saludar al que te saluda lo hacen todos; querer y hacer el bien a
los amigos, eso lo hace todo el mundo. Pero en el nombre de Jesús en quien
creemos y que ha sido capaz de morir por nosotros siendo pecadores, a nosotros
se nos pide y exige algo más especial. A todos tenemos que amar.
Y terminará diciéndonos: ‘Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto’.
Somos el pueblo consagrado al Señor.
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