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viernes, 2 de marzo de 2012


No quiere Dios la muerte del pecador sino que se convierta y viva

Ez. 18, 21-28; Sal. 129; Mt. 5, 20-26
‘¿Acaso quiero yo la muerte del malvado – oráculo del Señor Dios – y no que se convierte de su camino y viva?’ No quiere Dios la muerte del pecador sino que se convierta y viva. Nos ofrece su salvación, su perdón, su gracia, su vida.
¿Qué es lo que contemplamos en Jesús? La respuesta a ese interrogante que se nos pudiera plantear la tenemos en Jesús. El es la prueba más grande del amor de Dios Padre. Tanto nos amó el Señor. El es la manifestación de ese amor infinito que por nosotros se entrega y se nos da, muriendo incluso por nosotros para que obtengamos la salvación.
Este texto de Ezequiel, un profeta del Antiguo Testamento, nos está hablando de ese amor de Dios. Nos está hablando del Dios que nos ama y que nos busca, que no se cansa de esperarnos, que siempre nos está ofreciendo el regalo de su amor. Considerar ese amor del Señor nos lleva a una respuesta de amor por nuestra parte. Es lo que queremos hacer. Por eso no nos cansamos de considerar ese amor tan grande que nos tiene el Señor. Con buen corazón, en ese sentido, vamos haciendo nuestro camino de cuaresma.
Y es que ese amor del Señor, aunque nos sintamos muy pecadores, sin embargo  nos llena de esperanza. Abrumados por nuestros pecados podríamos sentirnos llenos de temor, sin embargo al ver lo que es el amor del Señor hace resurgir en nuestro corazón el amor, y la confianza, y la esperanza, porque sabemos cómo quiere ofrecernos el Señor su perdón.
Es lo que hemos repetido en el salmo. ‘Si llevas cuenta de los delitos, ¿quién podrá resistir?’ Si el Señor siempre estuviera como un vigilante guardián tras nosotros para recordarnos nuestros delitos y hablándonos de castigo, nos sentiríamos tan abrumados que desesperaríamos. Pero esperamos en el Señor, esperamos en su misericordia. ‘De ti procede el perdón y así infundes respeto’, decíamos en el salmo. ‘Mi alma aguarda al Señor porque del Señor viene la misericordia y la redención copiosa’. Así de generosa, copiosa, es la salvación que el Señor nos ofrece.
Nos llenamos de esperanza, no de presunción, porque en esa esperanza lo que hacemos es reconocernos pecadores, querer cambiar y convertir nuestro corazón al Señor, buscarle para vivir en su amor.
El evangelio nos lo recuerda. Nos habla de la delicadeza del amor; nos habla de los caminos de reconciliación que hemos de recorrer; nos habla de la paz y la armonía que hemos de saber buscar en los hermanos; nos habla de ser capaces de pedir perdón al que hemos ofendido, para así hacernos más dignos de recibir el perdón de Dios.
No es ya sólo el  no matar, sino el tratar con delicadeza de hermano al otro. Ahí tienen que estar la delicadeza de nuestros gestos, de nuestras palabras, de nuestro trato. Ahí tiene que estar todo eso bueno que siempre desearemos al hermano, porque haciendo feliz al otro es como yo podré comenzar a ser más feliz. Ahí tienen que estar esos caminos de reencuentro, de reconciliación que en todo momento yo he de estar dispuesto a recorrer, porque siempre será un hermano al que tengo que amor, con el que tengo que compartir camino, en el que además tengo que ver también a Jesús.
Si somos amados de Dios que tanto nos ama que nos está ofreciendo siempre su gracia y su salvación, de la misma manera tengo que aprender a amar también a los demás. Que el Espíritu del Señor nos ilumine y nos llene con su gracia.

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