Una Palabra para plantar en el corazón y hacer que dé frutos de santidad
Lev. 19, 1-2.11-18; Sal. 18; t. 25, 31-46
Hay textos
de la palabra de Dios que no necesitan muchos comentarios ni traducciones –
explicaciones –, ya que por sí mismos, incluso en la literalidad de sus
palabras, nos lo dicen todo. Es el caso de lo que hoy hemos escuchado en este
lunes de la primera semana de Cuaresma.
Cuando
casi estamos iniciando este camino cuaresmal se nos pone hoy bien claro ante
los ojos cual es nuestra meta. Y nuestra meta es la santidad; no una santidad
cualquiera sino la santidad de Dios. ‘Habla
a la asamblea de los hijos de Israel y diles: Seréis santos, porque yo, el
Señor vuestro Dios, soy santo’. Santos como el Señor nuestro Dios es santo.
No podemos
vivir de cualquier manera. Necesariamente quien dice creer en Dios tiene que
ser santo. Esta es la primera exigencia de nuestra fe en Dios: la santidad.
Creer en Dios está reñido con la mancha del pecado. Creer en Dios exige el
resplandor y la blancura de la santidad. Creer en Dios es parecernos a Dios.
Creer en Dios es buscan en todo y siempre lo que es la voluntad de Dios. Creer
en Dios es cumplir sus mandamientos.
Creer en Dios es vivir su vida. Creer en Dios es vivir en su amor. Es lo
que nos va señalando el texto del Levítico.
Se van
desgranando los mandamientos; se nos pide una nueva forma de actuar en nuestra
relación con el prójimo; se nos pide rectitud y justicia en nuestro trato con
los demás y en todo lo que es la convivencia con el otro; se nos pide una nueva
forma de amor hacia los demás.
Es lo que
nos viene a decir Jesús en el Evangelio. ‘En
el atardecer de la vida seremos examinados de amor’, que decía san Juan de
la cruz. Y es que cuando llegue el momento del juicio final solo se nos va a
preguntar por nuestro amor. Hemos escuchado y meditado muchas veces el texto
del evangelio. ‘Todo lo que hicisteis a
uno de estos mis humildes hermanos a mí me lo hicisteis’, nos dirá Jesús
cuando le preguntemos cuando lo vimos hambriento o sediento, desnudo o en enfermo,
forastero o en cárcel.
Tenemos
que aprendernos bien el mensaje de Jesús. Porque es a cualquiera que le hicimos
o lo dejamos de hacer, a cualquiera que atendimos o ante quien pasamos de
largo. No es cuestión sólo de ser buen amigo de mis amigos; no es cuestión de
amar a quien me cae bien o de prestar a quien me haya prestado antes; no es
cuestión de simpatías o de corresponder a lo que me hayan hecho. Es cuestión de
amor, y de amor del de verdad, como nos ama Jesús a nosotros. Y es que en ellos
estaremos amando a Jesús.
Podríamos
seguir haciendo comentarios o seguir diciendo muchas cosas. Es cuestión de
impregnarnos de esa Palabra, de plantarla honda en el corazón, de vivir en ese
amor que nos señala Jesús. Meditarla, beberla bien en el corazón, hacerla vida.
Son palabras que son para nosotros espíritu y vida, como hemos dicho en el
salmo.
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