1Tim. 1, 15-17;
Sal. 112;
Lc. 6, 43-49
‘Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca…’ nos dice Jesús. Y antes nos ha dicho: ‘El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien; y el que es malo, de la maldad saca el mal…’
Nos daría para pensar. ¿Qué es lo que guardamos en el corazón? O nos lo podríamos preguntar de otra manera, ¿qué es lo que se manifiesta en nuestras obras, en nuestra vida?
Recordamos lo que Jesús les hizo reflexionar a los fariseos cuando se quejaban que los discípulos de Jesús no se lavaban las manos antes de comer, por aquello de las tradiciones de los fariseos que no se sentaban a comer sin antes lavarse bien, restregando una y otra vez cuando venían de la plaza, por si acaso vinieran manchados con alguna impureza. Y Jesús les decía que lo malo o lo impuro podría salir de nuestro corazón donde están las malas intenciones y los malos deseos. Por eso, como nos dice hoy, de ‘lo que rebosa nuestro corazón, lo habla la boca.,.’
Pero Jesús hoy a lo que nos está invitando a que demos fruto en nuestra vida a partir de todo aquello que hemos recibido. Pero que nuestros frutos sean buenos. Lo que tenemos que hacer es haber plantado un árbol bueno en nuestra vida. Un árbol malo, un árbol dañado dará frutos malos.
Tenemos que ser árboles buenos que demos frutos buenos. Oportunidad tenemos porque el Señor siembra siempre en nosotros semilla buena. Lo que tenemos es que ser buena tierra que la cultivemos muy bien para que de buen fruto y fruto abundante. Y que no dejemos sembrar la cizaña en el campo de nuestra vida.
¿Cómo hacerlo? Jesús nos da la pauta, nos señala el camino. Sembrar la Palabra de Dios en nuestro corazón, acogerla con corazón limpio, llevar a la práctica de nuestra vida concreta de cada día lo que la Palabra del Señor nos va señalando. ‘El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra, os voy a decir a quien se parece’.
Y nos propone la comparación del edificio edificado sobre roca firme o el edificio edificado sobre arena sin tener un buen cimiento. Vendrán las lluvias, aparecerámn las tormentas, el que está bien edificado no caerá, pero el que no tiene buena cimentación quedará destruido. Quien ha sembrado su vida sobre la Palabra de Dios poniéndola por obra será el árbol bueno que dé frutos buenos.
‘Os he elegido y os he destinado para que deis frutos y frutos abundantes’ nos dice Jesús en otro lugar del evangelio. Elegidos de Dios para ser árboles buenos que demos frutos buenos. Eso significa una predilección del Señor, ese amor especial que el Señor nos tiene y al que hemos de corresponder.
Demos los frutos que el Señor nos pide. Que se manifiesten en nuestras buenas obras y en la santidad de nuestra vida. Y pensemos además que esos frutos buenos con los que damos gloria al Señor van a servir también para la salvación de los demás.
Que rebose amor nuestro corazón, que tengamos siempre buenos deseos, que nuestros sentimientos sean siempre buenos copiando en nosotros los sentimientos de Cristo Jesús, que nunca dejemos meter la maldad en el corazón, que el Señor nos acompañe con su gracia para que pueda germinar esa buena semilla plantada en nosotros y fructificar nuestra vida. Es lo que tenemos que pedir constantemente al Señor.
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