Sal. 12;
Mt. 1, 18-23
En esta fiesta de la Natividad de la Virgen María toda la liturgia rebosa de alegría y de gozo. Es el nacimiento de la que iba a ser la Madre de Dios, la escogida por el Señor y desbordante de gracia para en sus purísimas entrañas encarnarse el Hijo de Dios para hacerse hombre.
Una fiesta de la Virgen muy arraigada en la devoción popular aunque sean diversas las advocaciones con que la invocamos en muchas parroquias y pueblos de nuestras islas en este día, Virgen de la Luz, Señora de los Remedios, Virgen del Socorro, entre otras por citar algunas, además de Virgen del Pino, como se celebra en la diócesis hermana de Canarias.
‘Aurora de la salvación’ llama la liturgia a este día y María es para nosotros ‘esperanza y aurora de la salvación’. La aurora nos anuncia la luz del sol que llega, el nacimiento de María nos está adelantando ese momento grande en que Dios va a derrochar su amor por nosotros y querrá hacerse hombre en las entrañas de María para venir como verdadera y única luz de nuestra vida y del mundo. Con razón, pues, a María la llamamos Madre de la Luz porque va a hacer posible con Sí incondicional a Dios que llegue la luz para iluminarnos, que venga Cristo con su salvación.
Qué ricas de hondo significado tantas imágenes de María – como vemos en la imagen de la Virgen de la Luz, en la del Socorro, o en la nuestra tan querida de Candelaria - que al mismo tiempo que nos están mostrando a Jesús en sus brazos llevan también en su mano una luz como signo de que hemos de aprender a buscar la verdadera luz que es Jesús. María siempre nos estará llevando hasta Jesús y su salvación. ‘Haced lo que El os diga’, nos repite una y otra vez en nuestro corazón como le escuchamos decir a los sirvientes allá en las bodas de Caná de Galilea.
Por eso, ya desde el comienzo de la celebración la liturgia nos invitaba a que ‘celebremos con alegría el nacimiento de María, pues de ella salió el sol de justicia, Cristo, nuestro Dios’. Y alabamos, bendecimos y proclamamos ‘la gloria del Señor en la Natividad de santa María, siempre virgen. Porque ella concibió a tu único Hijo por obra del Espíritu Santo, y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro’.
Siempre en las fiestas de la Virgen nos alegramos, nos gozamos con ella y la festejamos. ¿Cómo no íbamos a hacerlo en la fiesta de la Madre? Es la Madre del Señor, porque ella nos vino el autor de la vida de la salvación, y celebrar su nacimiento es como estar celebrando las primicias de la salvación que nos llega a través de la Maternidad de la Virgen María. Por eso cuando celebramos una fiesta de María hemos de sentir más fuertemente en nuestro corazón esos deseos de llenarnos de Dios, de llenarnos de su gracia y santidad, de copiar a María para aprender a ser santos y puros de corazón.
Celebramos a María, la Madre del Señor, pero celebramos a María que es también nuestra Madre. Así nos la quiso dejar Jesús cuando el momento supremo del sacrificio y de la entrega se la confia a Juan para que la ame como la madre más amada. En Juan estábamos todos representados, por eso amamos a sí a María, nos confiamos a ella como a la madre más amada y a ella continuamente pedimos su socorro, su intercesión, que nos alcance el divino remedio de la gracia.
Como decíamos en la oración litúrgica ‘cuantos hemos recibido las primicias de la salvación por la Maternidad de la Virgen María, consigamos aumento de paz en esta fiesta de su nacimiento’. Aumento de paz, le pedimos. Que nos llenemos de su luz. Pero que seamos al mismo tiempo mensajeros de luz para los demás. La luz no es para que nos la quedemos nosotros sino para que nosotros también iluminemos con esa luz de Jesús al mundo que nos rodea y que tanto necesita encontrar esa luz. Nuestras vidas siempre tendrían que estar anunciando la luz, tendrían que ser auroras de salvación para los demás, como lo fue María, porque por el testimonio de nuestra vida estemos anunciando donde está la luz verdadera, estemos anunciando el Sol de justicia que nos trae la salvación. En nuestras manos, en nuestra vida siempre tendría que estar encendida esa luz de la gracia con la que no sólo nosotros nos sintamos iluminados sino que iluminemos como María también a los demás.
Que sintamos la gracia renovadora del Señor en nuestro corazón para que nos llenemos de alegría en el amor. Sí, porque cuando amemos de verdad, aprendemos de María lo que es el verdadero amor, sentiremos un gozo hondo en nuestras almas. Aunque el amor nos haga pasar por el sacrificio o la cruz, nuestras vidas siempre tienen que estar llenas de alegría, porque darse por los demás es la felicidad más grande que podemos alcanzar.
Que busquemos con todo ahinco vivir la gracia del Señor que nos haga cada día más santos. A María la saludó el ángel como la llena de gracia porque el Señor derramaba sus gracias sobre ella que iba a ser su madre. Pero en virtud de los méritos de Cristo también se derrama en nuestros corazones la gracia del Señor, también tendríamos que ser los que estamos llenos de la gracia del Señor. Que lo valoremos, que no perdamos esa gracia porque dejemos penetrar el pecado en nuestros corazones. Que nuestra vida se sienta transformada por el amor de Dios que se derrama en nuestros corazones.
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