Gén. 18, 1-15;
Sal.: Lc. 1, 46-55;
Mt. 8, 5-17
‘Voy yo a curarlo’, es la primera respuesta de Jesús ‘el que tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades’, cuando aquel centurión al entrar en Cafarnaún ‘se le acercó dicièndole: Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho’. Viene Jesús a sanarnos y a salvarnos. Ahí está su mano misericordiosa, su corazón lleno de amor. ‘Voy yo a curarlo’.
‘Señor, ¿quién soy yo para que entres bajo mi techo?’ Aquel hombre tiene una fe muy grande que luego será alabada por Jesús. Pero aquel hombre es también de una humildad grande. ‘¿quién soy yo para que entres bajo mi techo?’ Sabe que Jesús con una palabra puede curar a su criado. Confía totalmente en Jesús. Si él con una palabra da orden a sus soldados y sirvientes y ellos hacen inmediatamente lo que se les pide, allí está el autor de la vida y quien trae la salvación. Basta su palabra que es palabra de vida y de salvación.
Grande es la fe de este hombre. ‘Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe’, exclamará Jesús y nos lo está poniendo como ejemplo. Con esa misma certeza y seguridad tenemos que ir hasta Jesús. Pero también con la misma humildad. No soy digno. Porque queremos creer en El pero al mismo tiempo nos sentimos pecadores.
Nosotros repetimos con fe esas mismas palabras. La liturgia nos la pone en nuestros labios cuando nos vamos a acercar a la Eucaristía. ‘Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo…’ Y antes de recibir al Señor queremos que sea El mismo quien nos purifique y prepare debidamente nuestro corazón.
‘Señor, no soy digno…’ le decimos al Señor, pero vamos a decirle más. Vamos a romper un poco lo que son los comentarios habituales y vamos a decirle al Señor que no somos dignos pero que sí queremos que El venga a nuestra casa. Queremos que entre a nuestra vida aunque esté tan llena de desordenes; o precisamente por eso porque está desordenada que venga El y ponga orden en nuestra vida.
Que venga Jesús y tienda su mano para levantarnos de nuestra parálisis e invalidez que no sólo es la de nuestro cuerpo sino la de nuestro espíritu. Nuestro corazón se endurece tantas veces que necesitamos esa mano de Jesús que llegue y nos toque, y nos despierte, y nos levante. Que nos haga salir de nosotros mismos porque el corazón egoísta tantas veces nos ha encerrado.
Que venga y tienda su mano para levantarnos y para hacernos cargar con nuestra camilla; o para que nos enseñee quizá como hemos de aprender a cargar con la camilla de los que nos rodean; esa camilla que nos molesta quizá por su carácter o por su manera de ser; esa camilla que hasta nos haga sentirle antípatico pero que tenemos que aprender a ser comprensivos y sobrellevanos los unos a los otros. Porque también cuántas camillas nuestras, la de nuestros defectos, hacemos cargar a los demás.
Que venga y tienda su mano como hizo más tarde con la suegra de Pedro y que nos enseñe a ser servidores de los demás; aquella mujer se levantó cuando Jesús la tomó de la mano e inmediatamente se puso a servirles.
Que venga Jesús y nos tienda su mano, y camine a nuestro lado para que arda nuestro corazón cuando le escuchemos y entendamos las Escrituras que El nos explica; que sintamos el gozo de su presencia, el fuego de su Palabra, la fuerza de su Espíritu para comenzar a caminar esos caminos donde ya nos sintamos iluminados y sin miedos porque sabemos que El siempre va con nosotros.
Que venga Jesús que aquí estamos con nuestro mal, con nuestros pecados, con nuestros demonios interiores y que nos sane y que nos salve. Lo necesitamos. Queremos gozarnos con El, con su presencia, con su gracia y con su salvación. No somos dignos pero queremos que El habite en nosotros para que nosotros habitemos también en El.
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