Sal. 147;
1Cor. 10, 16-17;
Jn. 6, 51-58
Para comenzar nuestra reflexión una afirmación que tomamos del evangelio proclamado: ‘Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el Pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo’.
Y una pregunta también al contemplar lo que sucede a nuestro alrededor en este día, ¿qué es lo que mueve a que hoy se movilicen tantas personas en nuestras comunidades y en nuestros pueblos, todo se llene de adornos y de flores, y salgamos a la calle con fiesta y alegría en el corazón?
La respuesta a la pregunta la tenemos en la primera afirmación. Estamos celebrando a quien nos ha dado su carne como Pan para vida del mundo. Pero respondemos también diciendo que esto es lo que cada semana celebramos cuando nos reunimos en el día del Señor, e incluso cada día, cuando celebramos la Eucaristía.
Es la fiesta de la Eucaristía. Es la fiesta del pan partido y entregado que es Cristo mismo que así se nos ha dado para ser nuestra vida, nuestro alimento, nuestro camino y nuestro sentido. Siempre tiene que ser así la fiesta de la Eucaristía. Porque siempre celebramos a Cristo que así se nos da, así se hace Eucaristía, alimento, ofrenda, sacrificio, camino de amor, viático que nos acompaña y nos alimenta.
Misterio admirable el que hoy celebramos y que queremos hacerlo con especial solemnidad, pero con el más profundo amor. En la contemplación de tan maravilloso misterio de amor que es la Eucaristía y como una proclamación firme y fuerte de nuestra fe en la presencia real y verdadera de Cristo en el Sacramento de la Eucaristía nació en el corazón del pueblo cristiano esta fiesta del Corpus Christi, esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo que pronto se extendió a toda la Iglesia.
Ahí vemos, pues, con qué entusiasmo se movilizan nuestros pueblos en torno a la fiesta de la Eucaristía. Muestra de ello esas hermosas alfombras, tapices, pasillos, descansos, arcos triunfales del más puro arte y artesanía, como hacemos en nuestra tierra, que levantamos al paso de Jesús presente en el Sacramento por nuestras calles y plazas, porque hoy no queremos, nos resulta imposible quedarnos dentro de nuestros templos.
Por eso mismo tenemos que considerar con la mayor profundidad el misterio grande que celebramos y que queremos vivir. Porque celebrar a Cristo en la Eucaristía es querer vivir a Cristo que en el Sacramento se nos da como alimento y como vida nuestra. ‘El Pan vivo bajado del cielo… para que tengamos vida para siempre’, como recordábamos y hemos escuchado hoy en el evangelio.
Y si Cristo se hace pan es para que le comamos. No es un alimento cualquiera, ni siquiera como aquel maná, pan venido del cielo, que comieron los israelitas en el desierto, pero que quienes lo comieron murieron. Como nos dice Jesús ‘el que come de ese pan vivirá para siempre’.
Esto nos está diciendo el especial significado que tiene este pan, esta comida. Porque es comer a Cristo, y eso significa hacernos una sola cosa con El. Comemos y nos llenamos de su vida; comemos y significa que estamos haciendo nuestro su amor porque ya tenemos que amar con un amor como el de El.
Comemos a Cristo en la Eucaristía y significa entrar ya en una especial comunión no sólo con El sino con todos los que son amados por El. No podremos decir que entramos en comunión con Cristo cuando le comamos, cuando comulguemos si no entramos en comunión también con los demás. Y eso es comprometido. Es serio. Nuestra vida, nuestras actitudes, nuestras posturas ante los demás ya no pueden ser las mismas.
Recordemos lo que nos decía hoy Pablo en la carta a los Corintios. Ese cáliz de bendición, ese pan que partimos es comunión con la sangre de Cristo, es comunión con el Cuerpo de Cristo. ‘El pan es uno, afirmaba el apóstol, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan’. Qué hermoso y qué comprometedor. No podemos ir entonces a comulgar de cualquier manera. Iremos a comulgar a Cristo porque queremos comulgar también a los demás, porque ya vivimos en comunión con los demás y queremos estrechar más y más esa comunión. Sin eso no tendría sentido la comunión con el cuerpo de Cristo en la Eucaristía.
Y eso es lo que hoy queremos celebrar. Y por eso es por lo que manifestamos esa alegría grande en esta fiesta de la Eucaristía. Y es que queremos cantar a Cristo y darle gracias por esa oportunidad que nos ha dado de poder vivir en comunión con los demás. Y con El, con su fuerza, con su gracia, con su alimento de la Eucaristía podemos hacerlo posible.
Es hermosa y podríamos decir que bien significativa la forma con que en nuestros pueblos queremos celebrar esta fiesta del Cuerpo y la Sangre del Señor. Yo me atrevería a decir que en la forma como lo hacemos estamos dando señales de ese Reino de Dios cuando somos capaces de unirnos, de trabajar juntos para hacer todos los preparativos para esta fiesta, y cuando juntos como pueblo de Dios participamos en ella, en la celebración de la Eucaristía y en la posterior procesión con el Santísimo Sacramento por las calles y plazas de nuestros pueblos.
En ese sentido tendrían que manifestarse los frutos de esta fiesta y de esta celebración, pero no en los actos de un día, sino en esa comunión que vivamos cada día alimentados por la fuerza de la Eucaristía.
Celebrar la Eucaristía es algo grande y maravilloso. Algo que nos compromete profundamente y nos pone siempre en camino. Pero la maravilla está en que no nos sentimos solos y sin fuerzas. En la Eucaristía encontramos esa fuerza y esa vida.
Vamos a comer el pan de la Eucaristía que es pan de fortaleza para seguir avanzando en nuestro camino; es pan de esperanza porque la Eucaristía proyecta una luz intenso sobre la historia humana y el cosmos, como nos enseña Benedicto XVI; es pan de generosidad, que se parte y se reparte, y que nos enseña a partir y repartirnos por los demás; es pan de fraternidad porque es ahí donde más fuertemente nos sentimos hermanos y aprendemos a amarnos más intensamente; es pan de unidad y es pan de amor que nos une a Cristo y a los demás y nos hace amar con un amor bien especial.
De la Eucaristía tenemos salir transformados; nuestro espíritu tiene que sentirse especialmente iluminado y hasta en nuestro rostro, o en nuestras actitudes y posturas, en nuestra vida toda tendría que manifestarse ese resplandor de Dios que llevamos dentro. Como Moisés cuando bajaba de la montaña con el rostro resplandeciente. O como Elías cuando comió aquel pan que se le ofreció en el monte de Dios para volver con fuerza a dar su testimonio en el mundo hostil en el que vivía.
Celebremos con gozo grande esta fiesta de la Eucaristía y de la misma manera que hacemos profunda profesión de fe en la presencia real y verdadera de Cristo en el Santísimo Sacramento aprendamos a verlo y descubrirlo en los hermanos que están a nuestro lado, especialmente en aquellos que más sufren.
Comamos el Pan vivo bajado del cielo que es Cristo mismo para que nos llenemos de vida y de vida para siempre.
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