Ex. 34, 4-6.8-9;
Sal.: Dn. 3, 52ss.;
2Cor. 13, 11-13;
Jn. 3, 16-18
Hay que confesar que hablar del misterio de Dios y querer explicarlo con palabras y conceptos humanos es harto difícil. Claro que lo que pretendemos en esta reflexión en nuesrtra celebración no es una clase de teología sino ayudarnos a vivir el misterio que celebramos. Nos sentimos sobrecogidos por el misterio de Dios en su inmensidad, en su grandeza y sólo desde la fuerza del Espíritu podemos llegar a decir ‘amén’ a Dios, darle el sí de nuestra fe.
En este domingo donde retomamos el ritmo del tiempo ordinario después de haber celebrado todo el misterio de Cristo, todo el misterio de nuestra salvación que concluíamos el pasado domingo con la celebración de Pentecostés, la Iglesia en su liturgia quiere que celebremos todo el misterio de Dios, el Misterio de su Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Como diremos en el prefacio: ‘un solo Dios, un solo Señor, no una sola persona, sino tres Personas en una sola naturaleza… al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna Divinidad, adoramos tres Personas distintas, de unica naturaleza e iguales en su dignidad’.
Es una celebración especial en la liturgia de este día pero en cierto modo es lo que cada domingo celebramos, lo que cada vez que celebramos la Eucaristía hacemos. Todo para la gloria de Dios. Todo honor y toda gloria para el Señor. En el momento culminante de la Eucaristía, cuando queremos hacer la verdadera ofrenda a Dios, es por Cristo, con Cristo y en Cristo, en la unidad y en la comunión del Espíritu Santo como queremos dar todo honor y toda gloria a Dios Padre. Es el verdadero ofertorio donde ponemos toda nuestra vida unidos a Cristo.
Celebramos el memorial de la pasión salvadora de Jesús, su admirable resurrección y ascensión al cielo y mientras esperamos su venida gloriosa y ofrecemos el sacrificio vivo y santo. Es la ofrenda de la Iglesia, es la ofrenda de toda la humanidad en el deseo de poder vivir un día la plenitud eterna de la gloria de Dios. Y todo para la mayor gloria de Dios. Todo honor y gloria a Dios.
Pero eso que hacemos cada vez que celebramos la Eucaristía tendría que envolver toda nuestra vida, tendría que ser la ofrenda que con toda nuestra vida queremos hacer siempre a Dios, sintiendo su presencia, gozándonos de su amor, siendo fortalecidos con su Espíritu. Ese Espíritu divino que nos hace penetrar el misterio de Dios – ‘os lo revelará todo’, nos decía Jesús – y que inunda totalemente nuestra vida para poder vivir ese amor de Dios en plenitud en nosotros.
Más que hablar del misterio de Dios queriendo buscarnos explicaciones y razonamientos, partamos de la experiencia de Dios en nosotros, de la experiencia que en Jesús podemos tener de ese actuar de Dios, de esa vida de Dios que nos envuelve con su gracia y con su amor. Si nos fijamos en los textos de la Palabra que se nos ofrecen en este día, la Palabra que hoy el Señor ha querido decirnos, todo nos está hablando de amor y de misericordia entrañable.
Por una parte en el evangelio nos habla de ese amor inmenso de Dios que nos envía a su Hijo no para la condenación, sino para la salvación y la vida eterna. ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único…’ como tantas veces hemos escuchado y meditado.
Será el Hijo de Dios que nos pueda hablar de Dios, que nos pueda hablar del Padre como ningun otro lo pueda hacer. ‘Nadie conoce al Padre sino al Hijo, y nadie conoce al Hijo sino el Padre y aquel a quien se lo ha dado a conocer’. Y Jesús nos habla del Padre, nos enseña a conocer el rostro misericordioso de Dios. Miremos a Jesús y miremos su amor y conoceremos a Dios. ‘El que me ve a mí, ve al Padre’, que nos dirá en la última cena.
Y Jesús nos promete el Espíritu que enviará desde el Padre. ‘Cuando venga el Paráclico, el Espíritu de la verdad que yo os enviaré y que procede del Padre, El dará testimonio de mí…’ Lo hemos ido escuchando y meditando en estos domingos y días anteriores a Pentecostés.
Por otra parte es hermosa la experiencia de Dios de Moisés, que nos narra el texto del Exodo. ‘Moisés subió en la madrugada al monte Sinaí, al monte de Dios… y el Señor bajó en la nube y se quedó allí y Moisés pronunció el nombre de Dios. Y el Señor pasó ante El proclamando: Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad’. Moisés subía a la presencia de Dios y el Señor venía a El. Ya nos dirá en otro momento que cuando Moisés bajaba de la montaña de estar con Dios iba con el rostro resplandeciente.
Y esa proclamación que se escucha al paso o en la presencia del Señor es muy rica en contenido y significado. Nos hemos quizá acostumbrado a repetirla y no calibramos todo su hondo significado. Esas expresiones están hablando de un amor entrañable, de un amor como de quien nos lleva en sus entrañas. Una madre pueda quizá mejor comprenderlo que ha llevado a su hijo en sus entrañas, muy cerca de su corazón, le ha sentido dentro de sí y desde lo más hondo de si misma ama a su hijo; con amor entrañable, decimos. O es el amor de la madre que toma en brazos a su hijo y lo levanta y lo pone junto a su corazón, lo abraza, lo aprieta contra su corazón.
Es así el amor del Señor, compasivo, misericordioso, clemente, entrañable. Se conmueven de amor las entrañas de Dios por nosotros y así es misericordioso, así es de maravilloso en su amor. Somos sus criaturas, las que han salido de Dios, porque El nos ha creado y en su amor nos tiene asi junto a su corazón. Si no fuera así, ¿podría comprenderse que enviara y entregara a su Hijo único para redimirnos, para salvarnos, para darnos así su perdón? ¿Cómo podríamos comprender entonces que nos dé el Espíritu Santo para habitar en nosotros y nosotros habitemos en El si no fuera por ese amor tan grande que nos tiene? Pero es que además ha querido hacernos hijos.
Decíamos al principio que nos sentimos sobrecogidos por el misterio de Dios en su inmensidad, en su grandeza, pero ahora tenemos que decir más, nos sentimos sobrecogidos por la inmensidad y la grandeza de su amor. Nos sentimos envueltos en el amor de Dios, imundados por el amor de Dios. ¿Cómo no poner toda nuestra fe en El? Creemos porque sentimos su amor y su presencia. Le queremos dar el sí total de nuestra vida. Queremos que todo sea siempre para su gloria.
Muchas veces a lo largo del día y a lo largo de nuestra vida estamos diciendo en nuestra oración ‘gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo’. Que seamos conscientes en verdad de lo que decimos. Que no lo repitamos sin más. No nos dejemos llevar por una rutina repetitiva. Que con nuestras obras, con nuestra vida, con nuestras palabras en verdad queremos esa gloria para el Señor. Que con la santidad de nuestra vida estemos manifestando que queremos dar gloria al Señor. Que por nuestras buenas obras los que nos contemplen, los que estén a nuestro lado se sientan también impulsados a dar gloria a Dios.
Gloria al Padre, al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.
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