Hechos, 2, 14.22-33;
Sal. 15;
1Pd. 1, 17-21;
Lc. 24, 13-35
El camino de Emaús es un camino de ida y vuelta. El camino que hicieron aquellos discípulos que habían perdido la esperanza y se hallaban hundidos en un mar de dudas y desesperanzas pero que a la vuelta fue un camino de carreras de alegría y de gozo inmenso. ¿Será nuestro camino? ¿Será el camino que hacemos o que tenemos que hacer?
Cuando en este tercer domingo de Pascua escuchamos este relato se nos ilumina el corazón por dentro y sentimos renacer también en nosotros esperanzas y alegrías, encontrando respuesta a oscuridades y dudas. Aunque seguimos viviendo la alegría de la fiesta de la Pascua también tenemos el peligro de perder el ritmo o de volver a nuestras rutinas olvidando quizá un poco todo lo hermoso que hemos vivido en estos días pasados.
Aquellos discípulos parecía que habían perdido la esperanza. Andaban tristes y preocupados. El peso que llevaban en el alma incluso les cegaba sus ojos para no ver y reconocer precisamente a quien tanto habían buscado. ‘Jesús en persona se acercó a ellos y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo’.
Pero ahí está Jesús donde están nuestras dudas y pesimismos, nuestros desalientos y desilusiones. El quiere ser siempre luz que ilumine, espíritu vivificador que levante el ánimo, gracia que nos fortifique y aliente.
Aquellos discípulos estaban pasando por una fuerte crisis. Habían puesto sus esperanzas en Jesús y parecía que ahora todo se venía abajo con un fracaso. Ellos se sentían defraudados y fracasado. ‘Nosotros esperábamos que El fuera el futuro liberador de Israel… fue un profeta poderoso en obras y palabras… los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte… hace dos días que sucedió todo esto y aunque el sepulcro está vacío a El no lo vieron…’
Todo se venía abajo y no parecía que pudiera levantarse de nuevo. La cruz había sido un escándalo muy fuerte y difícil de superar. Tantas veces sucede cuando tenemos que enfrentarnos en la vida a la cruz, al dolor, al sufrimiento, a la incomprensión, a los malos momentos. Se nos tambalea la vida bajo los pies y todos nuestros principios y creencias parece que desaparecieran.
Ellos habían contemplado todo aquello que había sucedido, pero quizá les había faltado una mirada de fe, un leer los hechos y la historia también a la luz de la Palabra de Dios, de la ley y los profetas. Pero allí está Jesús, pero ellos todavía no lo ven ni lo reconocen, aunque luego dirán que algo habían estado comenzando a sentir por dentro cuando El les hablaba.
‘¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera todo esto para entrar en su gloria? Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó todo lo que se refería a El en toda la Escritura’.
A la luz de la Palabra del Señor tenemos que saber leer la vida y nuestra historia. Es el Señor el que nos habla y nos habla allá en lo más hondo de nosotros, pero no tenemos que ofuscarnos, velar nuestros ojos por aquello que nos sucede, sino abrir nuestro espíritu a Dios que en todo eso se nos quiere manifestar.
Comenzaron a sentir algo nuevo. Parecía que la paz llegaba a su corazón porque ya fueron capaces de no solo pensar en sí mismos y sus preocupaciones sino también en bien de los demás. ‘Quédate con nosotros que se hace tarde…’ La noche es oscura, los caminos son difíciles y peligrosos. Bien lo sabían ellos que habían andado indefensos por esos caminos que tanta turbación les habían producido en su alma. Y le ofrecieron hospitalidad.
Faltaba algo más. Habían ido haciendo el camino de ida que había comenzado con mucho dolor y angustia y en el que se habían ido sucediendo muchas cosas. Faltaba el chispazo de luz definitivo que les haría emprender un camino de vuelta bien distinto. ‘Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero El desapareció’.
Era El. Jesús resucitado les había acompañado por el camino y les había abierto los ojos. Las escamas de la duda, de la desesperanza, del desánimo se cayeron de sus ojos y ahora podían emprender el camino de vuelta. Ya no importaba la noche, porque los peligros habían desaparecido. Llevaban muy dentro de su corazón a Jesús resucitado con ellos. Les seguía ardiendo el corazón por el gozo y la alegría, por la presencia de Jesús que estaban sintiendo dentro de ellos. Ahora era un camino de carreras porque era un camino de alegría. Qué pesarosos y lentos vamos cuando sentimos el peso del dolor o de la duda sobre nosotros. Qué distinto es nuestro caminar cuando llenos de alegría vamos movidos por el Espíritu del Señor.
Nos preguntábamos al principio si ese camino de Emaús es nuestro camino, el que hacemos o el que tenemos que hacer. Es también, sí, nuestro camino. Porque muchas veces también nos pesa la duda, el desánimo, el cansancio; muchas veces parece que nos sentimos sin fuerzas y sin estímulo para nuestras luchas; muchas veces parece que simplemente nos arrastramos o nos dejamos llevar por negruras y oscuridades. La Cruz bajo cualquier forma que se nos presente en la vida nos llena de incertidumbres, duda, dolor y nos puede hacer entrar en crisis también.
Pero tiene que ser el camino en el que dejemos que Jesús nos acompañe; aprendamos a descubrirle y no se nos cierre nuestra mente. Tratemos en medio de esos nubarrones por los que podamos pasar de escucharle que El sigue hablándonos en las Escrituras y bien sabemos que tiene muchas maneras de llegar a nuestro corazón. Hagámosle un hueco en nuestra vida, en nuestro camino, escuchemos su conversación pero también contémosle lo que nos pasa que El tiene siempre una palabra de vida para nosotros. Con El a nuestro lado llegaremos a entender el camino de la cruz.
Es nuestro camino en el que también nos sentaremos a la mesa con El y El partirá el pan para nosotros, porque en ese partir el pan también tenemos que reconocerle. Ahora mismo estamos reunidos en Eucaristía, para la fracción del Pan, para comer a Cristo que se nos da y se hace nuestro alimento y nuestra vida. Abramos los ojos de la fe de par en par para verle, para sentirle, para llenarnos de El.
Y también tenemos que hacer el camino de vuelta, el camino del gozo y de la alegría, el camino en que ha renacido nuestra vida y nuestras esperanzas, el camino en el que estamos llenos de un amor nuevo y de una valentía grande, el camino en el que su Espíritu pone alas en nuestros pies para ir a anunciar a los demás que es verdad que Jesús ha resucitado, que está con nosotros, que nos llena de vida, que nos ha traído la salvación. Quien se encuentra con Cristo resucitado, ya lo hemos reflexionado, necesariamente tiene que convertirse en mensajero, en misionero de la Buena Nueva del Evangelio de Jesús.
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