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jueves, 24 de marzo de 2011

Hundamos las raíces de nuestra vida en la acequia de gracia de la Palabra de Dios


Jer. 17, 5-10;

Sal. 1;

Lc. 16, 19-31

¿En qué o en quien ponemos nuestra confianza y nuestra esperanza? ¿seremos como árbol plantado al borde de la acequia que da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas, o seremos como cardo en la estepa que habita en la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita?

¿En quién ponemos nuestra confianza y nuestra esperanza?, volvemos a preguntarnos. ¿Sólo confiamos en nosotros mismos, en nuestras fuerzas o nuestras capacidades, nuestro saber o nuestro poder humano, nuestras riquezas o nuestras posesiones materiales, o por encima de todo eso ponemos nuestra confianza en el Señor?

Es lo que nos plantea el profeta, con lo que hemos orado en el salmo, y lo que nos quiere hacer reflexionar Jesús en el Evangelio. En el fondo de todo esto está un sentido de la vida y descubrir el valor que han de tener las cosas para nosotros. Es en cierto modo si vivimos solo para nosotros mismos o consideramos que la vida más hermosa es cuando nos abrimos a Dios y nos abrimos a los demás, o sea, entramos en una relación de verdadero amor.

La parábola del evangelio la hemos reflexionado muchas veces. Al escucharla seguramente siempre sentimos repugnancia para la actitud de aquel hombre rico que no pensaba sino en sí mismo y no tenía ojos para ver más allá de lo que fueran sus intereses o deseos de pasarlo bien. ‘Un hombre rico que se vestía de púrpura y banqueteaba espléndidamente cada día’. Tan encerrado en sí mismo estaba que no caía en la cuenta de quien estaba a su puerta en la mayor de las miserias ‘cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba’. Era como un hombre invisible que los ojos egoístas no son capaces de ver.

Esto que venimos comentando hasta aquí ya podría darnos para muchas reflexiones y para muchas preguntas en nuestro interior. No vestiremos de púrpura ni banquetearemos cada día, pero podría sucedernos que sin embargo viviéramos tan encerrados en nosotros mismos, en lo bueno o en lo malo que tengamos o nos pueda pasar, que no tengamos ojos para ver lo que hay a nuestro alrededor. No vemos quizá ni las cosas bellas que Dios pone a nuestro lado en corazones buenos que se dan y se desgastan por los demás, o no vemos el sufrimiento, la soledad o las angustias por las que quizá muchos puedan estar pasando y pensamos que nuestro sufrimiento es el peor.

Pero la parábola quiere decirnos muchas cosas más. No podremos en la brevedad de esta reflexión abarcarlas todas. Nos habla de la muerte y de la vida futura; nos habla del premio por lo bueno o por la confianza que hayamos puesto en Dios, o del vernos alejados de Dios para siempre como consecuencia de una vida donde habíamos prescindido de Dios porque quizá nos hicimos dioses de nosotros mismos. Es la suerte del pobre en el seno de Abrahán y del rico en la hondura del abismo en su castigo.

Brevemente destaquemos otras cosas. ‘Te ruego, le dice el rico, que mandes a Lázaro a casa de mi padre porque tengo cinco hermanos, para que con su testimonio evites que vengan a este lugar de tormento’. Y ya escuchamos la respuesta de Abrahán: ‘Tienen a Moisés y los profetas; que los escuchen… porque si no escuchan a Moisés y los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto’.

Tenemos la Palabra del Señor como una llamada constante a nuestra vida invitándonos a la conversión, como ahora en este tiempo con mayor intensidad estamos escuchando. Sin embargo, parece que los hombres le diéramos más importancia a milagros o cosas extraordinarias – parece que es lo que estamos esperando siempre – que a la Palabra que Dios nos dirige cada día. Escuchemos la Palabra del Señor, y a la luz de esa Palabra del Señor seamos capaces de leer nuestra vida con una nueva visión, para que nos sintamos invitados a la conversión y al amor.

Esa acequia – empleemos la imagen del salmo – de la Palabra de Dios riega continuamente nuestra vida. hundamos nuestras raíces en ella para que en verdad lleguemos a dar frutos de vida eterna.

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