Amós, 6,1.4-7;
Sal. 145;
1Tim. 6, 11-16;
Lc. 16, 19-31
Sal. 145;
1Tim. 6, 11-16;
Lc. 16, 19-31
Al terminar de escuchar la parábola quizá una reacción espontánea que nos pudiera surgir sería decir ‘bien merecido se lo tenía…’ No había sido compasivo y misericordioso con el pobre mendigo que tenía a su puerta, bien le viene, podemos pensar, lo que le está pasando al rico epulón.
Pero ya sabemos, cuando escuchamos la Palabra de Dios no es para que hagamos juicios condenatorios contra los demás, aunque siempre haya que condenar el mal, sino para que nos miremos a nosotros mismos y tratemos de descubrir qué es lo que el Señor quiere decirnos de forma concreta a nosotros.
No sé si éste será el camino más correcto de interpretación de la parábola, pero pensemos en lo que nos sucede a nosotros mismos muchas veces. Cuando vemos una casa lujosa, una bonita mansión, nos puede suceder que surja una como cierta envidia en nosotros y un deseo desde nuestro interior de poder vivir allí, de disponer de esas comodidades y lujos, de apetecer una vida sibarita y de confort.
Es, digo, una posible tentación y no digo que a todos suceda igual. Pero sí podemos preguntarnos cuál es el estilo de vida con el que soñamos, y qué es lo que apetecemos y deseamos. Y cuando vemos el derroche de muchos, en esta sociedad de bienestar y consumismo en el que vivimos, ¿no nos preguntamos si es necesario todo eso para ser verdaderamente felices? Es cierto que no vamos a vivir en una cueva y en medio de miserias y todos merecemos una vida digna, pero la pregunta estaría que es lo que verdaderamente necesitamos para esa vida digna.
No quiero aparecer demasiado radical pero son en el fondo preguntas que me hago a mi mismo en nombre del evangelio. La descripción que nos hace Jesús en la parábola del ‘hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día mientras el mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico’, refleja también los grandes abismos que sigue habiendo en nuestra sociedad y en nuestro mundo entre pobres y ricos, entre primeros y terceros y cuartos mundos, como ahora se les llama. Tantos abismos que de una forma o de otra muchas veces ponemos entre nosotros cuando nuestras relaciones humanas no están llenas de verdadero amor.
Abraham le dice al rico que está en el infierno que entre ellos ‘se abre un abismo inmenso que no pueden cruzar, aunque quieran’ es el reflejo duro de los abismos que nos creamos los hombres entre unos y otros, entre pobrezas y riquezas, entre derroches y despilfarros y miserias y muerte de hambre por otro lado a un lado y otro de nuestro mundo.
Es toque de atención, es llamada a nuestro corazón, es una invitación a una búsqueda de caminos de solidaridad verdadera y de justicia en las relaciones entre los hombres y los pueblos.
Es toque y llamada de atención para que analicemos el valor que le damos nosotros a las cosas y para despertarnos de un mundo egoísta que se convierte en injusto cuando acaparamos sólo para nosotros mismos y no somos capaces de abrir los ojos para ver la necesidad de los demás y movernos desde lo hondo de nuestro corazón a un compartir generoso y, repito, en justicia con los hombres que son mis hermanos.
Ese toque y esa llamada de atención que puede convertirse la parábola para nosotros es una invitación a la conversión. En la parábola aquel hombre desde el abismo de su infierno le pedía a Abrahán que enviara a Lázaro a casa de sus hermanos para que no vivieran de la misma manera que vivía él. ‘Te ruego que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan ellos a este lugar de tormento’. Ya escuchamos lo que les dice Abrahán: ‘Tienen a Moisés y los profetas; que los escuchen… porque si no escuchan ni a Moisés ni a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto’.
Un milagro para creer, un muerto que resucita o que se aparece... buscamos también nosotros muchas veces milagros para convencernos de lo que tenemos que hacer. Tenemos el milagro de la Palabra de Dios que cada día podemos escuchar y es la que tiene que mover nuestro corazón. Con sinceridad tenemos que escucharla. Con fe tenemos que abrir nuestro corazón a la Palabra que el Señor quiere dirigirnos. Cuánto más cuando tenemos toda la experiencia de Jesús muerto y resucitado por nosotros para manifestarnos todo el amor que Dios nos tiene.
Es ese amor de Dios el que tiene que movernos. Es en ese amor de Dios donde tenemos que aprender esos caminos de solidaridad y de amor. Es en ese amor de Dios donde tenemos que dejar que nuestro corazón se transforme. Porque no podemos unir ese amor de Dios con el culto que le queremos dar y una vida de derroche y de injusticia, en la que falte además la compasión y la solidaridad. Es lo que denuncia el profeta Amós en la primera lectura. ‘Se fían de Sión y confían en el monte de Samaria – dos lugares de culto a Dios para los israelitas -, y os acostáis sobre lechos de marfil, arrellenados en divanes… bebéis vino en copas, os ungís con perfumes y no os doléis del desastre de José…’ Lo mismo que el rico de la parábola.
La carta de Pablo a Timoteo nos da pautas de por donde ha de ir nuestra vida. ‘Practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza… combate el buen combate de la fe… conquista la vida eterna a la que fuiste llamado…’ Justicia, piedad, fe, amor, paciencia, delicadeza… virtudes que hemos de cultivar en nuestra vida, que manifiestan esa conversión, ese cambio, que estamos realizando; pero virtudes que queremos vivir también con la esperanza que da trascendencia grande a todo lo bueno que hacemos. ‘Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado… guarda los mandamientos sin mancha ni reproche, hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo… Rey de reyes y Señor de los señores…’
En la oración habíamos pedido que ‘derramara incesantemente sobre nosotros su gracia, para que, deseando lo que nos prometes, consigamos los bienes del cielo’. Y en la oración final vamos a pedir que con la fuerza de la Eucaristía que estamos celebrando y de la que nos alimentamos ‘participemos de la herencia gloriosa de Jesucristo, cuya muerte hemos anunciado y compartido’. Que por nuestra compasión, nuestra solidaridad, el amor que tengamos a los demás merezcamos ser llamados en el día final a participar del Reino eterno que Dios nos tiene preparado.
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