Job 3, 1-3.11-17.20-23;
Sal. 87;
Lc. 9, 51-56
Una vez más en el evangelio vemos a Jesús de camino, y de camino a Jerusalén. La imagen de ir en camino es una constante en el evangelio, lo que es también una buena referencia para lo que es nuestra vida. ‘Se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, nos dice el evangelista, y Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén’. Allí sería su pasión, su entrega, su muerte. Allí se manifestaría su amor.
Atravesaban Samaria y al pedir alojamiento en uno de aquellos pueblos fueron rechazados. La pasión no fue sólo en Jerusalén. Eran rechazados por la tradicional enemistad entre judíos y samaritanos; eran rechazados porque eran peregrinos que iban a Jerusalén. Pero la pasión de Jesús que se iniciaba ya no estaba sólo en el rechazo de aquellos samaritanos. ¿No le dolería a Jesús la actitud en cierto modo vengativa de sus propios discípulos que pedían que bajara fuego del cielo contra aquellos que no les aceptaban? Todo lo que Jesús les venía enseñando de esas actitudes nuevas que habían de tener lo que creyeran en El se estaba desvaneciendo.
Jesús les regañó. ‘No sabéis de qué espíritu sois’. No había venido Jesús a condenar ni a buscar la muerte de nadie. El es la manifestación más hermosa del Dios que tanto nos ama y que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva. Jesús es el Buen Pastor que busca a la oveja descarriada, ¿cómo iba a querer que bajara fuego del cielo para abrasar a aquellos samaritanos porque no le aceptaban? Si la primera incomprensión estaba en sus propios discípulos que no acababan de entenderle y tener esas actitudes nuevas que El nos enseña.
Cuánto nos cuesta seguir el camino de Jesús. Cuánto nos cuesta cambiar las actitudes profundas de nuestro corazón. Ha sucedido desgraciadamente en todos los tiempos porque cuantas veces se ha querido imponer la fe y el estilo de vida de Jesús. cuántas guerras de religión a través de la historia. Pero nada hacemos con lamentarnos de lo que haya sucedido en la historia, sino que lo que tenemos que hacer es aprender la lección y cuán respetuosos tenemos que ser con aquellos que quizá no nos entienden o nos pueden hacer frente.
El testimonio que tenemos que dar de nuestra fe y del amor de Dios no pasa por imposiciones ni violencias, sino que tiene que pasar por una vida llena de amor. Nuestra paciencia y nuestra mansedumbre tiene que ser como el almíbar que endulce nuestra vida y haga atrayente el evangelio de Jesús para los demás. Nos enseña Jesús a amar en todo momento y a todos; nos enseña a perdonar hasta setenta veces siete y hasta a poner la otra mejilla cuando nos abofetean o nos hacen daño; nos enseña, en una palabra, a ir siempre sembrando amor.
Somos demasiadas veces en la vida como aquellos hijos del trueno, los Boanerges, como Jesús los llamaba porque nos dejamos llevar por impulsos violentos o exigentes. No otra cosa tenemos que hacer sino lo que Jesús fue haciendo delante de nosotros. Por eso nos dirá que aprendamos de El que es manso y humilde de corazón. De Jesús tenemos que aprender, de su vida tenemos que empaparnos. Es en el estilo de su amor cómo tenemos que vivir.
Ese es el camino de Jesús y ese es el camino que nosotros hemos de seguir. Nos llevará a la pasión, pero es que nos está llevando al amor, y en consecuencia nos está llevando a la vida. Como Cristo que dio la vida y nos dio vida, como Cristo que se entregó pero al que contemplamos resucitado.
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